El hombre moderno cree que puede escrutar la realidad con su ciencia, su tecnología y su, pretendidamente, rigurosa metodología experimental. No vamos a negar los avances materiales de los últimos siglos, ni a desmentir la mejora de las condiciones generales de la vida sobre un plano exclusivamente material. Quizás algunos piensen que la llamada «humanidad», concepto abstracto e impersonal, se encuentra ubicada en un plano ascendente y de continuo progreso que le llevará hacia cotas de existencia jamás imaginadas, de hecho existe una corriente conocida como transhumanismo que parte de estas mismas premisas.
La participación en esta dimensión de la existencia tiene implicaciones directas tanto a nivel particular como colectivo, tanto de la persona como de la Comunidad orgánica y Tradicional en la que el hombre de la Tradición se encontraba inserto. Su participación en lo sagrado, y la permanente renovación de su sentido revelador, de su potencia vivificante se encuentra presente en cada una de sus acciones, determina la eficacia de éstas y la propia perennidad de sus construcciones. No en vano, el poder de permanencia y perpetuación de muchas estructuras mentales, psicológicas, espirituales o incluso materiales de tiempos pretéritos, pre-modernos, nos han llegado a nuestros días. ¿Nos recordarán a nosotros las generaciones venideras cuando todos nuestros actos caen en la intrascendencia y la vanidad?¿Qué futuro aguarda a la civilización moderna que vive bajo la experiencia profana, bajo el mero acontecer desacralizado y las conductas más nihilistas y autodestructivas? Lo perenne, inmutable y eterno no conoce otro espacio que aquel que nos remite a lo sagrado.