Es muy común entre el ciudadano de a pie, el más común de los mortales, argüir inocentemente que la democracia y el sistema de valores que ésta defienden son los más fieles garantes de su libertad, o la creencia de que toda soberanía se funda sobre el papel de los partidos políticos, auténticos e indiscutibles depositarios de la voluntad popular, y que fuera de ésta no es posible la realización de una Comunidad Política, y que fundarla sobre otras bases distintas a las expuestas, o incluso contrarias a las mismas, no sería sino la expresión de una sangrienta y deleznable dictadura.
Es más que evidente que estos asertos son el producto de una ficción ideológica, de una falsificación, que es aquella que Rousseau definía como el «contrato social», a partir del cual se generaba la sociedad, como el fruto de un acuerdo entre iguales, un cúmulo de voluntades individuales que entran en contradicción directa con la pretendida voluntad colectiva, de la soberanía popular a la que tan pomposamente nos remite la retórica demoliberal. La realidad es que el hombre no es el producto de ningún acuerdo, y si es capaz de ser gregario y convivir con sus semejantes, es porque de manera preexistente, una serie de atributos comunes, como son las tradiciones, el arraigo, la costumbre, la historia o un amplio cúmulo de elementos naturales y de civilización prevalecen, de manera orgánica, sobre cualquier otra variable.