La utopía no es un simple recurso retórico, ni se trata de un elemento de importancia menor, sino que ha tenido unas consecuencias a lo largo de la historia intelectual, e incluso espiritual, de Europa en particular, y del resto del orbe mundial, en general. De hecho la utopía también supone el acceso a todo un mundo oculto de simbolismos y misterios ocultos. No en vano la utopía ha sido a lo largo de la historia la expresión de los sueños de un número incontables de hombres, que han tratado de trazar modelos de sociedad y tipologías humanas ideales en una especie de anhelo y esperanza por recuperar una parte perdida de forma irremisible con el desarrollo en clave moderna de la sociedad, como la búsqueda de la pureza de los comienzos, de la Era Primordial, y a su vez como una forma de tender a la perfección, desde el reconocimiento de la imperfección de las estructuras y creaciones humanas en general.
La utopía aparece como el modelo de la ciudad ideal, aquella imaginada por San Agustín en el Medievo, buscando erradicar la indiferencia, el agnosticismo o el vacío metafísico que caracteriza a las sociedades modernas, en una voluntad de afirmar el reino del hombre sobre la tierra y su eterna e imperecedera felicidad. Y es que la utopía no es extraña a los más diferentes modelos de pensamiento y credos, aparece presente en el devenir de la historia con una constancia y regularidad sorprendentes. Desde las más representativas de las utopías, como puedan ser aquellas presentadas como meras fábulas o expresión de la degeneración moral y corrupción de las costumbres, como podría bien ejemplificar el Critias de Platón hasta su famosa República, que trazan bajo formas jerárquicas y orgánicas un modelo de sociedad ideal, con una cuerpo social totalmente adaptado a las exigencias de un Estado fuerte, bajo el gobierno de los sabios y con todos los resortes de ese Estado, fuertemente centralizado, a su servicio. Tomando en cuenta los propios orígenes de esas primeras utopías es interesante recalcar el hecho de que las propias ciudades-estado en el mundo antiguo eran concebidas como una especie de círculo o entorno mágico consagrado a los antepasados fundadores, cuyo vínculo era permanente y eterno, renovado continuamente a través del rito, y que además procuraba la protección del individuo, incluso de sus propios menoscabos o acciones perniciosas. El individuo, dentro de ese contexto formaba parte de la Comunidad, participaba en la existencia orgánica de los individuos que la componían, y fuera de ésta se hallaba totalmente desprotegido, abandonado a su suerte.