La obra de Antoine Compagnon, Los antimodernos, parte ya de inicio de
una serie de tesis que resultan especialmente chocantes, empezando por la idea
de que los antimodernos, en un calificativo que hace extensivo no solo a una
serie de pensadores políticos, sino a un amplio espectro cultural y literario,
son en realidad los representantes más cualificados de la modernidad. De
hecho, la derrota del tradicionalismo en el ámbito político y social a lo
largo del siglo XIX y las diferentes vicisitudes en su lucha contra el orden
liberal, hizo que la literatura se convirtiera en un refugio para los
representantes e ideas de esta corriente.
Hay una serie de elementos que caracterizan a esta amplia pléyade de autores
antimodernos, desde
De Maistre y
Chateaubriand hasta Ezra Pound o Drieu de La Rochelle:
todos ellos se mueven entre el dandismo y un profundo pesimismo que se
proyecta en sus ideas contrarrevolucionarias y anti-ilustración. Lo
antimoderno rechaza la modernidad en términos del mal absoluto, desde una raíz
teológica que puede pasar más o menos inadvertida pero que traduce una
realidad en términos morales y metafísicos y que se expresa a través de la
vituperación o imprecación. Frente al optimismo antropológico de la modernidad
progresista, el antimoderno se considera un desarraigado y un exiliado
interior, muchas veces consagrado a un ideal estético de belleza ideal, frente
a los grandes dogmas e ideas promovidos por el liberalismo que se va
imponiendo a lo largo del siglo XIX.
Hay un matiz importante que introduce nuestro autor y es la diferenciación
entre el «antimoderno» y el «tradicionalista», que, claro está, no son lo
mismo y obedecen a un sistema de pensamiento muy diferente. El
tradicionalista, a diferencia del desarraigado, no percibe el desarraigo del
mismo modo, dado que cuenta con
las raíces de la propia Tradición, mientras que el antimoderno no posee esas referencias al no identificarse
con nación ni tradición alguna. Pero es que el antimoderno utiliza las mismas
categorías de pensamiento y de acción que el moderno a través de la
contrarrevolución, y lo hace desde la propaganda, y pasan de defender el
Antiguo Régimen y la monarquía absoluta a defender una monarquía dentro del
terreno constitucional. Paralelamente, muchos de los primeros antimodernos
procedían de la misma tradición político-filosófica que sus antagonistas
modernos y revolucionarios, es decir, de la propia Ilustración siendo enemigos
de ciertos excesos del régimen absolutista y, consecuentemente, antiguos
revolucionarios.
El propio Joseph de Maistre perteneció a la masonería en su época.
No obstante, los antimodernos no representan un bloque monolítico y homogéneo,
sino que hay tres corrientes perfectamente identificables:
- Un sector más conservador que pretendía un retorno integral al Antiguo Régimen con su monarquía absoluta limitada por las costumbres, la ley natural y la religión. Con una autoridad real y centralizada.
- Los reaccionarios, que reivindicaban un periodo histórico más antiguo y que trascendía al orden de las propias monarquías absolutas. Reivindicaban la vuelta al pasado de los derechos feudales y un orden aristocrático propio de una nobleza guerrera, con una monarquía moderada cuyo poder viniera refrendado por el pueblo.
- Por último, otro sector vendría representado por monárquicos moderados, pragmáticos y reformistas, racionalistas y admiradores de las democracias liberales anglosajonas que podríamos llamar constitucionalistas.
De las tres corrientes, la más antimoderna y contrarrevolucionaria, la que
menos transige con la Modernidad, sería aquella reaccionaria. Dentro de esta
corriente podríamos reconocer elementos tanto modernos como antimodernos,
siendo ambivalente la presencia de estos elementos en todas las corrientes
enunciadas. En el caso de Joseph de Maistre la dialéctica entre castigo y
regeneración es una de las muestras más palpables de esta ambigüedad que vemos
reflejada también en
Charles Baudelaire y sus reflexiones sobre la revolución liberal de
1848, expresando el gozo que le produce la destrucción y el crimen que anida en
ella al tiempo que dice desconfiar del hombre, de la masa y de la democracia y
se burla de los preceptos filosóficos en los que el liberalismo y la
democracia se apoyan, reivindicando a su vez un régimen aristocrático de
derecho divino.
La referencia de la aristocracia y la monarquía permanece como una constante
antítesis contra la democracia igualitarista, con la consecuente extensión de
valores de tipo cuantitativo y materialista junto a la idea de una
degeneración moral que había debilitado las propias instituciones del Estado.
Estas son tendencias reaccionarias y elitistas que encontramos en dos de los
grandes antimodernos del siglo XIX, como son Taine y Renan.
Otra de las características reivindicadas dentro del espíritu antimoderno la
vemos en la reivindicación de los hechos, una postura fundamentalmente
pragmática y la propia experiencia de la historia. Forma parte de la reacción
contra el utopismo y racionalismo característico de los Ilustrados y sus
abstracciones. De ahí que los autores que sirven como referencia al
antimoderno sean Maquiavelo y Pascal frente a Descartes.
De aquí resultan los ataques que De Maistre realiza contra los grandes ideales
de la revolución desde la reivindicación del nominalismo medieval, centrado en
lo concreto frente a las grandes abstracciones vacías y carentes de
significado que hablan del hombre (y no de los hombres), de la voluntad
general o la soberanía del pueblo. Todas ellas aparecen como abstracciones que
pierden el sentido de la realidad y olvidan la concreción de la propia
historia, el valor de la experiencia y las costumbres.
Luego tenemos el caso de Edmund Burke, que sería representante de la
corriente reformista,
cuyo juicio de la revolución francesa es mucho más moderado, y afirma que Francia hubiera necesitado de transformaciones que deberían
haber tomado como referencia el modelo de la constitución y revolución
inglesa, con el respeto hacia la nobleza y la monarquía, sin socavar sus
derechos. No obstante, en ningún momento justifica, ni remotamente, el
episodio revolucionario de 1789. Además, lejos de la dialéctica racionalista
que los revolucionarios emplean para justificar el fin del antiguo régimen,
los antimodernos reivindican la preexistencia de unos derechos naturales que
constituyen los verdaderos valores del hombre y que son anteriores a cualquier
constitución.
Recapitulando lo mencionado en los últimos párrafos podría decirse que la
historia, la experiencia fundada en las costumbres y tradiciones y la crítica
a la razón abstracta serían las principales herramientas intelectuales
utilizadas por los autores contrarios a la Modernidad. De hecho, la crítica a
la Ilustración y a sus principales representantes también formará una parte
importante del sentido crítico antimoderno, y que lo vemos a través de las
críticas a Rousseau, por ejemplo, que se convierte en objeto de
críticas por parte de Baudelaire o de Nietzsche, quienes ven en
la idea de progreso una forma de determinismo debilitador, a una especie de
«enfermedad de la voluntad» que conviene desmitificar.
George Sorel también hace una crítica desde la perspectiva moral de
la idea de progreso mediante el uso de la violencia.
Pero no todo es crítica y una concepción antropológica pesimista, sino que
también se pretende construir una alternativa frente a las consecuencias
erradas de la Ilustración, que pasan por la configuración de una sociedad
orgánica y jerarquizada sobre tres grandes pilares que serían la Familia, la
Iglesia y la Monarquía. En este sentido se expresa la necesidad de unos
valores alternativos, que modifiquen radicalmente las relaciones del hombre
con la sociedad y las instituciones que la vertebran. Para ello es necesario
que la autoridad aparezca como un elemento de regulación en la pasión y
desenfreno de las masas, por lo cual la soberanía popular propia de la
democracia de masas ya no es válida, y no solamente debe prevalecer una forma
de poder efectiva que controle el dominio de los instintos, sino que aquí
aparece también la idea de un régimen teocrático, bajo el control de la
Iglesia como la única institución capaz de generar virtud por el carácter
sagrado y el derecho divino que la inviste. Una constitución o una ley no
puede ser el fruto de una fórmula contractualista, sino que ésta solamente
puede refrendar otra ley preexistente de origen divino y natural.
A pesar de que se contemplase una alternativa frente a la democracia de masas
los teóricos de la antimodernidad, como el propio De Maistre, que es
referenciado constantemente por el autor, sabían perfectamente que tras la
revolución no había marcha atrás, eras hechos irreversibles. Ya no era posible
volver al mundo anterior a la revolución de 1789, ni restaurar los vínculos
orgánicos propios del Antiguo Régimen. La historia como decadencia y
degeneración moral será la respuesta que el pensamiento maistriano dará, bajo
la idea de una monarquía y una iglesia en decadencia incluso antes de que
comenzase la revolución, de modo que ésta última tenía un valor más simbólico
que real.
La resignación, la melancolía o el pesimismo y el fetichismo ante un mundo
perdido que jamás volverá. De ahí que perviva la fe en la idea del pecado original, con con ésta el
deseo de recuperar la voluntad divina frente a la voluntad del pueblo y la
importancia de la religión en el programa contrarrevolucionario y
antimoderno.
Como la idea inmediatamente enunciada
la Revolución Francesa se transforma en una obra de la Providencia para
castigar a Francia
por su degradación, impiedad e inmoralidad. De modo que la revolución sería un
vehículo de la voluntad divina para castigar a la humanidad degenerada, y los
hombres que participaron en ella no serían más que instrumentos para cumplir
con los designios divinos. Pero el carácter punitivo de este episodio
histórico tendría como fin, como ya dijimos anteriormente, la regeneración, y
con ella una función pedagógica de rectificación. No obstante, en las
concepciones del pensador francés el pecado se presenta como una realidad
eterna y la culpa adquirida no se termina de purgar nunca, abocando al hombre
a un callejón sin salida, porque dentro de su lógica el pecado de los
culpables también arrastraba a los inocentes. A este respecto nos viene a la
mente el destructivo terremoto que en 1792 provocó una gran mortandad en la
ciudad de Lisboa, y que en
Las veladas de San Petersburgo
el personaje principal, el senador ruso, trata de justificar con la muerte de
inocentes bajo esta teoría. De hecho, la felicidad y el infortunio aparecen
entre los hombres independientemente de la culpa, ya que los bienes y castigos
se reparten de manera aleatoria. A pesar de ello el castigo siempre llega para
los malvados, y es el monarca quien ostenta la responsabilidad de ejecutar la
voluntad de la divina providencia a través de la figura del verdugo, que es su
brazo secular. De cualquier modo todos somos culpables y en el dolor es donde
encontramos la justicia. La enfermedad misma es un producto del mal y del
pecado, y consecuentemente de la culpa, que aparece como un mal hereditario
que pasa de generación en generación. La radicalidad de la culpa asociada al
pecado original es parte significativa de la impronta del pensamiento del
autor francés, y en ningún otro representante de la antimodernidad aparece de
manera tan extrema. El escepticismo y el pesimismo están presentes en
Baudelaire y en Schopenhauer.
Paradójicamente, a través de Schopenhauer podemos ver incluso una crítica al
Cristianismo, al que consideraba que se había vuelto demasiado optimista El
hombre de Schopenhauer es a la vez víctima y verdugo, ambos forman parte de la
voluntad. Por eso para comprender el mal en el mundo hay que elevarse por
encima del individuo y contemplarla desde la perspectiva de la justicia
eterna. La vida es una trampa en la cual está sujeto a la voluntad de
vivir.
Paradójicamente desde la literatura romántica se hablaba de la libertad
creativa y estética, de la libertad de prensa y otros elementos similares. El
romanticismo fue siempre antiburgués en la medida que primero fue
aristocrático y posteriormente de izquierda. Enemigo del igualitarismo
moderno, el antimoderno una vez ha dejado de apoyarse en la reacción católica
sigue estando en la línea de lo sublime tanto en estética como en política.
Como representación de esa figura tenemos al dandi del que Baudelaire es el
mejor ejemplo aunque también tenemos a otros como Bourget,
Proust o Drieu de la Rochelle, como individualistas refractarios
y rebeldes. Piensan en fundar una nueva aristocracia del espíritu al margen
del modelo burgués de civilización. De manera que hablan de un criterio
cualitativo de la existencia, el desprecio hacia el mediocre. Esto significaba
propugnar una oligarquía de la inteligencia y un activismo elitista que ya les
alineaba con la vanguardia reaccionaria. El dandi vive entre el aburrimiento y
el dolor, lo sublime es la experiencia de la reversibilidad de manera que
supone experimentar ser verdugo y víctima, entre la ambivalencia. El romántico
es un dandi, una generación de melancólicos rebeldes. Maurras, ya
alineado con la reacción, despreciaba al romanticismo al que veía como una
consecuencia de la reforma y la revolución. Maurras asociaba el romanticismo a
la anarquía ya que decía que no respetaba ni la propiedad pública ni privada,
la familia etc. Además reducía el romanticismo a lo patético, sentimental y
femenino enlazando directamente sus orígenes con la Ilustración. No obstante,
la dialéctica que Maurras establece entre acción y reacción en este contexto
hace de él un romántico.
La última figura de lo antimoderno la encontramos en una figura del estilo
difícil de abarcar que es la vociferación, vituperación e incluso imprecación.
Existe una forma de expresión típicamente antimoderna que vemos reflejada, por
ejemplo, a través de la paradoja, energía de la desesperación o vitalidad
exasperada. Es lo que vemos a lo largo de todo el itinerario antimoderno en
Baudelaire o Nietzsche. Encontramos también una forma de hablar profética como
la que nos aparece en De Maistre encarnado en un profeta del pasado. El
desprecio hacia la soberanía popular y la democracia está siempre presente
según el autor. El estilo de De Maistre está relacionado con la paradoja y la
provocación. Desconoce por completo la moderación, en una retórica exaltada
que muchas veces emplea un tono bíblico y panfletario. Su retórica violenta es
la que le iguala a los modernos, especialmente cuando se habla de los
protestantes o los jacobinos de los que admiraba su violencia pura.
Se pueden trazar los rasgos que caracterizan el pensamiento antimoderno, no
obstante es difícil encontrar en el siglo XX a autores que, como De Maistre,
Chateaubriand o Baudelaire, reúnan todos los rasgos de la antimodernidad.
Además una de las señas de identidad de estos pensadores era precisamente la
libertad de credo, lo cual hace más complicado establecer rasgos homogéneos.
El antimodernismo siempre depende del punto de vista del pensador que valore a
otros pensadores o un tipo determinado de ideas. Además ya se ha señalado el
carácter ambiguo de los antimodernos en la medida que no son completamente
antimodernos y solamente en ciertos aspectos. Hubo algunos que incluso
pudiéndose encuadrar dentro de la antimodernidad eran opuestos entre sí; es el
caso de Paulhan y Barthes. Nietzsche y Schopenhauer parecen convertirse en los
iconos del antimodernismo decimonónico con consignas como el
Amor fati
que invitaban a un optimismo sin progresismo. Desde el nihilismo activo de
Nietzsche, con la energía de la desesperación de Chateaubriand etc.
Otro de los elementos típicos del antimodernismo es la lucha desde la
retaguardia y el fracaso en el mundo es una de sus premisas y nutre su empresa
literaria. Los intelectuales antimodernos solían comenzar en sus inicios en la
izquierda, pero normalmente no acaban siendo de izquierdas. Muchas veces el
antimoderno pasa por diversos movimientos a lo largo de su existencia, a
menudo son modernos hastiados que se pasan a las filas antimodernas. Pero los
antimodernos no son nunca conservadores tradicionales de la familia. Se
caracterizan por su apoliticismo estético, el rechazo al compromiso etc. De
manera que se puede decir que incluso los hay indisciplinados y cuyos valores
son incompatibles con la derecha tradicional. Aunque normalmente están
desubicados y juegan a las dos bandas, a izquierda y derecha. Los antimodernos
convierten una marginalidad política y una desventaja ideológica en un triunfo
estético. Son la otra cara de la modernidad, sin ellos el moderno estaría
perdido y viceversa.