La crítica schmittiana al parlamentarismo liberal debe ser enmarcado en el
contexto de crisis del liberalismo en el periodo de entreguerras, en plena
crisis del Estado liberal, el cuestionamiento del sistema parlamentario, el
autoritarismo, la democracia liberal etc. La obra fue publicada originalmente
en 1923, tras
las consecuencias del Tratado de Versalles y la caída de la monarquía y el
II Reich y en plena República de Weimar, con todas sus desastrosas consecuencias de inestabilidad política y crisis
económica. A todo ello deberíamos añadir el escaso arraigo que la tradición
liberal tenía en la Alemania de Carl Schmitt, donde las corrientes
autoritarias y anti-liberales eran las predominantes.
Dentro de las críticas desarrolladas contra la democracia parlamentaria,
podemos reconocer dos vías diferenciadas en el pensamiento de Schmitt:
-Por un lado la crítica al parlamentarismo como forma de gobierno. En este
sentido incide en el excesivo dominio de los gobiernos por parte del
parlamento, lo que supondría una inestabilidad que haría imposible gobernar.
El parlamentarismo aparece en este contexto en contradicción con la división
de poderes e irreconciliable con las necesidades del Estado administrativo. La
República de Weimar le sirve como ejemplo para estas conclusiones. Además no
existe una solución posible de continuidad si se da una relación inversa y es
el gobierno el que predomina a través del partido político sobre el
parlamento, porque en ese caso no deberíamos hablar de un régimen
parlamentario, sino gubernamental. En el segundo caso tendríamos un ejemplo
muy cercano en la actualidad, con la quiebra del orden jurídico y legal y la
inutilidad de los parlamentos en la toma de decisiones. La alternativa que
propone Schmitt es una «dictadura presidencialista».
-Por otro lado tenemos
la crítica al liberalismo como forma de gobierno. Es una crítica al parlamento como institución, como forma de gobierno, así
como a la democracia parlamentaria en su integridad como sistema, una crítica
a la democracia representativa.
En este sentido Schmitt advierte que no hay que confundir democracia y
elección, dado que no es lo mismo representación que elección. La democracia
como tal solamente tendría sentido cuando su objeto de interés revistiera
caracteres homogéneos, y fuese posible reducirlo a un único centro de interés,
como ocurría con las naciones burguesas en el siglo XIX, donde las democracias
de sufragio censitario representaban los intereses del grupo social dominante.
En el caso de la democracia de masas, donde los intereses que se pretenden
representar se caracterizan por su heterogeneidad, de tal modo que cualquier
forma de pluralismo es incompatible con el liberalismo. En este sentido
Schmitt establece una clara diferenciación entre la representación de
intereses (de partido, económicos etc) y la representación a través de la cual
el pueblo se identifica con sus líderes por aclamación o asentimiento. Y es el
segundo tipo de representación el único válido para nuestro autor, porque no
existe tal voluntad del pueblo ni el poder puede delegarse. El líder político
es el que tiene la cualidad para manifestar esa voluntad e identificarla. Para
Schmitt no existe ningún tipo de antítesis irreconciliable entre dictadura y
democracia, de modo que el liberalismo y la democracia tampoco son sinónimos y
cualquier doctrina política antiliberal, como el fascismo o el comunismo, que
se encontraban en pleno auge en su época, no tenían porque ser
antidemocráticas.
La idea bajo la que nació el parlamentarismo era la de lograr acuerdos
generales y representar intereses heterogéneos, pero lo cierto es que las
democracias liberales han venido mostrando que al final sirven de escenario y
medio para la imposición de unos intereses sobre otros, y en ningún caso
obedecen al producto de una discusión racional. Más bien se han terminado por
imponer las decisiones impuestas fuera de éste porque no existe ningún
parlamento legislador ni una democracia parlamentaria, es una forma vacía y
sin sentido.
Otra de las críticas que plantea Carl Schmitt se da en el ámbito de la
democracia procedimental y plantea si la ley es realmente aquello que el
legislador quiere o lo que quiere la mayoría parlamentaria. De modo que al
final la democracia parlamentaria encubre la dictadura de la mayoría que no
deja de serlo aunque haya elecciones cada cierto tiempo.
Parlamentarismo y democracia han ido desarrollándose desde mediados del siglo
XIX sin que estuviera muy clara la diferenciación entre ambos conceptos, hasta
el punto que cuando terminó de triunfar también comenzaron a manifestarse los
antagonismos entre ambos conceptos. Las contradicciones afloran en la misma
función que pretendidamente cumple el parlamento, como lugares de discusión y
acuerdo, y en este caso por el hecho de que, como apuntábamos con
anterioridad, deberían primar los argumentos racionales para convencer por
encima del egoísmo y ataduras de los partidos políticos y los intereses que
manifiesten los diferentes grupos de poder. Es precisamente este fundamento
del parlamentarismo el que se encuentra en crisis y el que se haya reducido a
una formalidad vacía. Schmitt apunta que ya no son los representantes de los
partidos políticos los que discuten sino que son grupos de poder social y
económico, podríamos hablar de lobbies que negocian sobre la base de
compromisos y coaliciones. Los parlamentos ya no sirven para convencer al
contrario, y su función política y técnica ha desaparecido para dar paso a la
manipulación de la masa y la obtención de una mayoría para lograr imponer el
criterio propio.
En cuanto a la democracia se basa fundamentalmente en la búsqueda de lo
homogéneo, de los «grandes consensos», de las mayorías, de unificar voluntades
y con la eliminación de lo heterogéneo, que en la democracia moderna de
inspiración liberal se basa en el principio de lo racional. Respecto a la tan
cacareada igualdad, la democracia contempla la desigualdad y la exclusión como
una estrategia de dominación, y Schmitt nos remite a innumerables ejemplos del
Imperio británico, como paradigma del colonialismo moderno, en el que los
habitantes de las colonias son sometidos a la ley del Estado democrático de la
metrópoli cuando se encuentran fuera del mismo y en abierta contradicción con
lo que éste propone. Lo que viene a demostrar que la democracia, como ocurría
con aquella clásica, solamente es posible cuando se trata de iguales. La
democracia liberal igualitaria, basada en proclamas universalistas, en gentes
de diferente origen y procedencia, bajo un principio de heterogeneidad es la
que según el jurista alemán se había impuesto en su época.
Este modelo de democracia, engendrada por la revolución francesa y madurada a
lo largo del siglo XIX, ha evolucionado hacia formas universales, que han
desplazado su implantación a un territorio específico, de gentes con una
cosmovisión única, y unos orígenes particulares, a un modelo universal,
abstracto y heterogéneo, dando lugar a una igualación absoluta que vacía todo
el sentido del concepto y con ello pierde todo su significado. Por eso afirma
Schmitt que la libertad de todos los hombres no es democracia sino
liberalismo, así como tampoco es una forma de Estado sino una concepción del
mundo de corte individualista y humanitario. Es precisamente en la fusión de
esos principios, liberalismo y democracia, en los que se fundamenta la moderna
sociedad de masas.
Ambos conceptos se encuentran en crisis, y el liberalismo desnaturaleza a la
democracia en la medida que la voluntad del pueblo no es democrática sino
liberal, y entre la propia acción del gobernante y la voluntad de los
gobernados media el parlamento, que aparece como un obstáculo anticuado,
inservible e incapaz de desarrollar su función. Y en la medida que la
democracia no es patrimonio del liberalismo, puede manifestarse dentro del
ámbito antiliberal (fascismo o bolchevismo) o incluso bajo formas políticas
extrañas a la tradición liberal, como puedan ser la dictadura o diferentes
formas de cesarismo. De este modo Schmitt también pone en duda aquellos
procedimientos considerados democráticos, como son las votaciones (el famoso
lema «un hombre, un voto») en la que participan millones de personas aisladas
y la representación indirecta que representan los partidos y el sistema
parlamentario, que al fin y al cabo son formas propiamente liberales que se
han confundido con aquellas democráticas. Schmitt hace alusión a formas de
democracia directa como la acclamatio.
La llamada democracia liberal comienza a configurarse a raíz de la revolución
de 1789, porque la democracia como tal no tiene un contenido político
específico, sino que es un sistema organizativo. La democracia puede ser
socialista, conservadora, autoritaria etc y en el caso del liberalismo supone
cimentar el sentido de la misma en principios económicos que se encuentran
radicados en el derecho privado. Al mismo tiempo tenemos uno de sus
fundamentos más característicos, la voluntad general, que tiene un sentido
abstracto y que encarna un principio de verdad cuando ésta, al manifestarse,
jamás es unánime. Hay un sistema de representaciones e identificaciones entre
gobernantes y gobernados dentro de un plano jurídico, político o psicológico,
pero nunca económico. Para Carl Schmitt la minoría puede ser más
representativa de la voluntad del pueblo que una mayoría que puede ser
sometida a engaños y mentiras a través de la acción de la propaganda. Con lo
cual la defensa de la democracia no entraña un criterio cuantitativo, de
número, sino cualitativo, en el que se puede combatir los efectos de la
propaganda a través de la educación y el conocimiento.
En lo que se refiere al parlamentarismo, en sus orígenes nació como una forma
de lucha entre los representantes del pueblo y la monarquía. Como decíamos al
inicio, al formular una de las tesis del libro, el parlamentarismo constituye
un obstáculo en el funcionamiento del gobierno, al intervenir continuamente en
los nombramientos de cargos o tomas de decisión. El parlamentarismo, como el
liberalismo, también es ajeno a la democracia en la medida que el pueblo no
puede revocar a aquellos que son supuestos representantes de sus intereses en
el parlamento, mientras que la parte gubernamental sí puede hacerlo sin
problema alguno. Por otro lado, en muchas ocasiones el parlamento sirve de
marco para las discusiones sobre intereses ajenos a aquellos representados,
intereses de naturaleza económica que conciernen a grupos privados, por
ejemplo. Esta es una consecuencia general de la aplicación de los principios
liberales, de los que emanan las libertades que se asocian a la democracia
liberal. Es por ese motivo que estas libertades son de naturaleza individual,
propia de sujetos privados, como también ocurre con la idea pública de la
política y la libertad de prensa.
En lo relativo a la clásica separación de poderes, la división y equilibrio de
las distintas partes que forman el Estado cuenta con el lastre que supone el
parlamento, que acapara el poder legislativo. Schmitt defiende la supresión de
la división de poderes liberal, y en especial la división entre el poder
legislativo y ejecutivo en lo que es un producto del racionalismo absoluto y
la idea de equilibrio de poder de la Ilustración. De hecho, el gran problema
que señala el autor alemán es que la misma Ilustración privilegió el poder
legislativo frente al ejecutivo, reduciendo el primero a un principio o
mecanismo de discusión en virtud de un racionalismo relativista sin poder
abordar los temas importantes desde posiciones absolutas. En estos principios
es donde radica el problema que plantea Carl Schmitt, en la cimentación de un
sistema global en el que el derecho se impone frente al Estado a través de un
equilibrio o pluralismo de poderes en el que la discusión y la publicidad se
convierten en fundamento de justicia y verdad.
El problema es que a día de hoy los parlamentos ya no son ni tan siquiera
lugares de discusión, son los representantes del capital los que deciden a
puerta cerrada el destino de millones de personas, de modo que la discusión
pública termina por convertirse en un simulacro vacío e insustancial.
Más allá de las críticas al parlamentarismo y el liberalismo en su formulación
democrática, Carl Schmitt también analiza la dictadura dentro del pensamiento
marxista. La revolución de 1848 aparece dentro de su esquema como una fecha
clave en la pugna entre las fuerzas políticas racionalistas de carácter
dictatorial, representadas por el liberalismo de raíz jacobina representado
por la Francia de Napoleón III la representada por el socialismo radical
marxista amparada en las concepciones hegelianas de la historia. Y es que el
marxismo también impone una visión racionalista y científica de la realidad,
sobre la que pretende actuar a través del materialismo histórico. Cree conocer
a la perfección los mecanismos de la vida social, económica y política y cómo
dominarla en un propósito absolutamente determinista y de exactitud
matemática. Pero en realidad, apunta Schmitt, solamente se puede entender al
marxismo en el desarrollo dialéctico de la humanidad, que deja cierto margen
de actuación al acontecer histórico en las creaciones concretas que produce al
margen de todas sus pretensiones científicas del devenir. Y es que es en Hegel
donde reside la base del concepto de dictadura racional marxista.
La figura del dictador consigue compenetrar e integrar la complejidad de
relaciones antitéticas, contradicciones y antagonismos generados por el
proceder de la dialéctica hegeliana. Y frente a la discusión permanente y la
inexistencia de un principio ético para distinguir el bien del mal la
dictadura aparecería como una solución dialéctica adecuada a la conciencia de
cada época. Y a pesar de que en Hegel hay un rechazo a la dominación por la
fuerza, en un mundo abandonado a su suerte, sin referentes absolutos,
predomina la máxima abstracta de lo que debe ser.
Dentro del terreno del irracionalismo tenemos aquellas doctrinas políticas de
la acción directa, y en concreto Schmitt hace alusión a George Sorel, quien
habiendo tomado como referencia a los teóricos anarquistas y la lucha sindical
y sus instrumentos como la huelga revolucionaria, comprende no solamente un
rechazo absoluto respecto al racionalismo, sino también hacia las derivaciones
de la democracia liberal amparada en la división de poderes y el
parlamentarismo. La función del mito tenía un carácter místico y casi
metahistórico, a partir del cual un pueblo entiende que le ha llegado el
momento de construir un ciclo histórico nuevo. Y obviamente en la
participación en este Destino nada tiene que ver la burguesía ni sus
concepciones racionalistas del poder. Porque como señala Schmitt la democracia
liberal es en realidad una plutocracia demagógica, y frente a ésta el
proletariado industrial sería el sujeto histórico que encarnaría el mito a
través de la huelga general y el uso de la violencia. Las masas proletarias
aparecen como las creadoras de una nueva moral superior al pacifismo y
humanitarismo burgués.
No obstante, la lucha contra el constitucionalismo parlamentario y el
racionalismo liberal encuentra referentes intelectuales y políticos
anteriores, en pleno siglo XIX, a través de las figuras de Pierre Joseph Proudhon y Donoso Cortés desde posturas aparentemente antagónicas como son el
anarcosindicalismo radical y el tradicionalismo católico
contrarrevolucionario. También estos autores, como en el caso de Sorel,
apuestan por la acción directa y la violencia contra aquello que Donoso Cortés
denominó «la clase discutidora», y frente al derecho apuestan por la
dictadura. Del mismo modo también encontramos una dimensión escatológica
esencial, y un mismo espíritu combativo y de apelación al heroísmo. Es la
reivindicación de la acción, de la violencia frente al acto de parlamentar, de
discutir o de apostar por las componendas tan propias de los regímenes
liberales.
Y la crítica al parlamentarismo se extendería, como es lógico, al propio
racionalismo, que es la matriz de la que surgen todos los mecanismos políticos
e institucionales que nutren la democracia liberal. El racionalismo es enemigo
de la vida, de la tensión espiritual, de la acción y falsea la realidad de la
existencia, la enmascara bajo los discursos de los intelectuales. Y es dentro
de estas corrientes, a priori tan divergentes, donde Schmitt encuentra los
principios e ideas necesarias para vertebrar un discurso antiliberal y antiparlamentario, en
oposición a lo que el liberalismo entiende por democracia, y frente al
marxismo, que para Carl Schmitt sigue viviendo dentro de un marco conceptual y
político-filosófico de formas heredadas de la Ilustración, y en consecuencia del mismo modelo racionalista.