El pasado mes de diciembre tuvimos la oportunidad de publicar
un recopilatorio de artículos inéditos en castellano de Julius Evola
(1898-1974), uno de los autores más heterodoxos y polémicos que podríamos inscribir en
la corriente de los grandes intérpretes de la Tradición, y al que consideramos
fundamental para entender nuestra concepción del mundo y nuestra propia misión
como proyecto editorial. No obstante, y de acuerdo con las propias filiaciones
del Barón romano, que siempre fueron controvertidas, René Guénon (1886-1951)
fue uno de sus principales referentes, si no el más importante y al que
podemos considerar, de pleno derecho, como el primer sintetizador e intérprete
de la Tradición Primordial, de sus símbolos sagrados y de las doctrinas
esotéricas y sapienciales anejas a ésta. Obviamente, no vamos a entrar en las
diferencias que Julius Evola y René Guénon pudieran tener a lo largo de sus
respectivas trayectorias, porque no es el cometido del presente escrito, y
excedería por mucho el propósito de esta presentación.
Con lo cual debíamos un recopilatorio a René Guénon, a su dilatada trayectoria
como autor de la Tradición, que se inicia en 1909, con apenas 23 años, cuando
abandona su Blois natal para ir a estudiar a París, y que concluye el mismo
día de su muerte, en El Cairo, un 7 de enero de 1951. Durante estos más de 40
años el Maestro francés nos ha legado veinte libros y más de 300 artículos. El
ámbito en el cual se desarrollaron sus escritos comprende temáticas muy
variadas, y van desde sus estudios tradicionales, sobre conceptos y principios
de la Tradición propiamente dicha, con sus notables conocimientos en materia
de indología e islamismo, así como de la historia de las ideas y la filosofía,
ciencias experimentales, psicología o antropología en un espacio cronológico
que abarca milenios de historia. Es a partir de este conglomerado complejo e
inabarcable que René Guénon logra vertebrar un discurso acerca de la Verdad
que identifica plenamente con la Tradición, y frente a la cual la modernidad,
entendida e identificada plenamente
con el modelo del «Occidente moderno» no supone sino una anomalía, una desviación que marca el languidecer de los tiempos, bajo el crepúsculo
de una civilización carente de otra dimensión que aquella material, y por
tanto condenada a desaparecer si no ejecuta una acción rectificadora.