
Le Camp des Saints
Jean Raspail
Editorial: Robert Laffont
Año: 2011 (1973) |
Páginas: 392
ISBN: 978-2221123966
En los últimos tiempos estamos viviendo las consecuencias del colapso europeo a través del fenómeno migratorio, que no es en absoluto casual y es evidente que obedece a intereses espurios, ajenos a los deseos y anhelos de los diferentes pueblos que componen el conjunto de naciones de la Europa occidental. Ciertamente es un tema censurado por los grandes medios de comunicación, objeto de manipulaciones y tergiversaciones desinformativas, como buenos apéndices mediáticos del aparato político que son. El reciente caso de Torre Pacheco (Murcia, España) nos ofrece un buen ejemplo de ello, aunque no vamos a entrar directamente en este caso particular, que nos haría perder una perspectiva mucho más general del tema, que es necesaria para comprender la dimensión del problema.
Queremos tomar como ejemplo la novela de Jean Raspail (1925-2020), afamado escritor francés de orientación tradicionalista católica, que publicó en 1973 Le camp des saints, traducida al español como «El campamento de los santos» o «El desembarco». No se trata de una simple novela, de la narración de una historia más, sino de una parábola radical sobre el colapso moral y espiritual de Occidente, o más bien de Europa (no nos gusta referirnos en estos términos a Europa, dado que consideramos que es un concepto ideológico que nos remite a la Europa sometida a Estados Unidos y sus adláteres). Escrita con un estilo profético, una enorme lucidez visionaria, violencia estética y teñida de un humor trágico, nos presenta unos hechos que ya se perfilaban amenazantes sobre el horizonte, en una especie de escenificación hiperbólica y simbólica que narra la disolución de Europa, su destrucción bajo el peso de un doble fenómeno: por un lado el nihilismo interno, que nos recuerda a aquella sentencia de Will Durant, cuando dice aquello de que «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro»; por otro lado, por la presión demográfica y cultural externa, procedente del Tercer mundo.

Jean Raspail (1925-2020), fue un destacado escritor y aventurero francés, agasajado con los mayores premios literarios de su país, como la propia Academia Francesa.
La imagen central de la obra es tan poderosa como grotesca, una flota de barcos desvencijados salidos de las costas de la India y cargados con cerca de un millón de inmigrantes de todas aquellas latitudes del sudeste asiático que llega hasta el Sur de Francia. Las consecuencias inmediatas de este hecho no suponen ningún enfrentamiento y, lejos de ser rechazados, los viajeros de aquellos barcos cochambrosos representan una extraña paradoja, en la que los supuestos débiles, los que huyen de su lugar de origen, representan la voluntad de vivir frente a los teóricos fuertes, la civilización europea, que ha decidido morir. Se trata de una rendición que trasciende lo físico y material, tiene un carácter moral, psicológico y espiritual. Es una Europa que ha renunciado a sí misma, a su esencia e idiosincrasia.
Una vez esbozado el eje central de la obra, es obvio que las acusaciones de racismo, ya en aquella época, iban a prevalecer sobre cualquier otro criterio y visión interpretativa. El propio Jean Raspail era consciente de que se le acusaría de ello, pero lo cierto es que no convierte las cuestiones raciales en el centro de su relato. Lo que realmente le interesa al escritor francés es la pérdida del alma por parte de la civilización europea, la cual ha sustituido sus precedentes certezas históricas por una vergüenza histórica, sentimentalismo humanitario y autodesprecio. Estos últimos son precisamente tres de los motivos que han articulado en la actualidad el discurso de aceptación de la inmigración en Europa. Por eso hablamos del suicidio de una civilización que ha dejado de creer en el derecho a existir, esa es la idea dominante a lo largo del libro. Una Europa que renuncia a su fuerza y vitalidad interna, ante su voluntad, su dignidad, su memoria y su conciencia histórica.
Una fábula profética y cruel
A pesar de que el relato tiene una estructura de novela, lo cierto es que podemos ver un método de parábola asociado a su desarrollo, al estilo de las tragedias clásicas, es decir, hay una unidad de tiempo, de lugar y de acción. Todo transcurre en un corto espacio de tiempo, concretamente en tres días. No hay digresiones ni subtramas complejas. El ritmo de la novela está concentrado para generar una sensación sobre el lector de fatalidad inminente y desolación. Podríamos calificar la novela como de una épica negativa, la crónica escrita de un desastre inaplazable e inevitable.
Raspail confesaba haber escrito esta novela en una situación de trance, presa de una inspiración profunda. Y pese a lo trágico que envuelve la trama, tampoco podemos hablar de un relato lúgubre y oscuro, sino que también encontramos muestras de un humor negro y corrosivo, de una sátira descarnada contra la hipocresía de las élites europeas. Unas élites y personalidades públicas compuestas por políticos cobardes, intelectuales degenerados, religiosos sentimentalistas, artistas abstractos, periodistas rastreros y todo tipo de personajes decadentes, degenerados y sin el menor ápice de dignidad. Todos ellos componen un cuadro inmejorable de la decadencia integral de Europa.
La novela busca precisamente eso, sacudir las conciencias embotadas en la ilusión de lo material y lo crematístico que domina las sociedades europeas, que se ve retratada a través de imágenes burlescas y caricaturescas, deliberadamente exageradas. No se trata de una novela para complacer, ni de un cuadro de personajes adaptado al gusto burgués, sino que todo está orientado a agitar y forzar a ver lo que la mayoría se niegan a ver, que el mundo que habitamos está compuesto en base a un relato, en ningún caso a la verdad. Vivimos bajo una mentira espiritual, un simulacro de fe en la igualdad universal que esconde una profunda voluntad de sumisión.

En 2016 se popularizó el gesto de «hincar en la rodilla» para «luchar contra el racismo», como una ingeniería social inducida para profundizar en un sentimiento de culpa blanco. En 2020, este «movimiento» volvió a emerger con fuerza tras la muerte de George Floyd, un delincuente de raza negra, a manos de un policía blanco.
Hay un hecho que llama notablemente la atención, y es que los inmigrantes no proceden de África, lo que sería más lógico por la cercanía geográfica, sino que vienen de la India. Todo ello obedece a un cálculo simbólico y estratégico del propio Raspail que expresa en los siguientes términos: «Me negué a entrar en el debate amañado sobre el racismo y el antirracismo cotidiano en Francia (…) Preferí situar el origen de la invasión en el Ganges, donde la miseria y la multitud alcanzan una dimensión apocalíptica». El Ganges representa el arquetipo de la superpoblación desbordada, de la religión sin espíritu en la que la miseria es parte de la vida cotidiana y normalizada, una masa sin rostro ni maldad. Porque no hay un ánimo beligerante en los invasores, hay vida pese al hambre, un impulso biológico y un instinto de supervivencia muy superior al de los europeos decadentes, que no representan sino un cuerpo exhausto, petrificado por la culpa y el miedo. De todos modos, el origen de los invasores carece de importancia, la metáfora adquiere una significación que trasciende su origen, lo esencial es la asimetría radical que existe entre dos civilizaciones: una que cree en su destino, y otra que ha olvidado el propio y decide suicidarse.
Los personajes: alegorías de un colapso espiritual
Como ya hemos sugerido con anterioridad, todos los personajes que aparecen en Le camp des saints son en realidad arquetipos, por lo cual no hay ninguna profundidad psicológica en ellos, sino que cumplen una función simbólica, de tipo espiritual, moral o ideológica. Es una técnica narrativa que delata la voluntad de construir una alegoría moderna, en la que cada figura representa una parte del gran drama de esa civilización europea enfrentada a su ruina.
Quizás el personaje más destacado de toda la obra sea el viejo profesor Calgués, que vive en su villa del sur de Francia, sobre una colina que le permite ver la llegada de la flota de embarcaciones repletas de inmigrantes. Calgués es un intelectual tradicional, cuya casa erigida en 1673, simboliza la continuidad cultural y de generaciones que se han sucedido en Francia. Es un baluarte de orden, belleza, jerarquía y sentido de continuidad histórica, de Tradición, en pocas palabras. Es una figura teñida por la tristeza melancólica y el desdén aristocrático hacia un mundo que se desmorona, y frente al cual busca un núcleo de resistencia en la herencia aunque no es más que una forma digna de morir, consciente de que todo lo que amó terminará por ser profanado. Hay un momento culminante, en el que discute con un joven revolucionario que se ha unido a los inmigrantes y que proclama su odio por el pasado. Calgués termina matándolo con su vieja escopeta de caza en un acto ritual y afirmativo, como parte de una voluntad inquebrantable de mantener viva la llama hasta el colapso final, pese a que sabe que nada se salvará de la destrucción. El viejo profesor es, de alguna manera, el alter ego espiritual de Jean Raspail, el único personaje que no se rinde, que no se arrodilla ni negocia. Solo le queda mantener su dignidad, como el único vestigio de la Europa que fue.
Otro de los personajes más relevantes de la novela es el presidente de la República, que es objeto de mofa y ridiculización a lo largo de la novela. Es el representante de una tecnocracia cobarde, sin alma, falsa y despojada de toda dignidad que caracteriza a los gobiernos de la actual democracia liberal europea. Es el supuesto responsable al mando de las grandes decisiones del gobierno, y se rodea de una multitud de asesores en busca de una solución, pero es incapaz de encontrarla. No puede resistir porque no creen en el derecho a resistir. El lenguaje que utiliza el gobierno, y con el cual se dirige al pueblo, es neutro, anodino, jurídico y saturado de eufemismos. Se niega a reconocer la amenaza, no puede llamar «invasores» a los inmigrantes, ni «invasión» al desembarco. En cada palabra se percibe una capitulación simbólica. El presidente no es más que el símbolo de la impotencia del poder moderno, atrapado entre el miedo a la violencia y el culto abstracto a los derechos humanos. Una escena se describe como ejemplo perfecto de una comedia grotesca, y es una clase dirigente que discute los comunicados de prensa en una imagen llena de sarcasmo que es una crítica hacia la farsa moral de las instituciones democráticas, cuya única fuerza es la inercia y cuyo lenguaje ha perdido todo contacto con la realidad.
Otro de los arquetipos es el que conforman el clero progresista, multicultural y lleno de culpa que ve en la llegada de los inmigrantes una reedición del Evangelio y la parábola del buen samaritano. Sacerdotes, monjes y obispos son presa de delirios mesiánicos en los que se entremezclan deseos de autoaniquilación y una santurronería sentimental y meapilas. Creen que el desembarco de inmigrantes es equiparable a la Segunda Venida de Cristo, el cual representan las masas hambrientas y desarraigadas. Es un cristianismo desnaturalizado, privado de todo fundamento metafísico y reducido a un mero asistencialismo, comparable al de las ONG’s, incapaz de distinguir entre la caridad y el suicidio civilizacional. Aquí es evidente la crítica al Cristianismo posconciliar, que ha renunciado a sus raíces sagradas y metafísicas a cambio de una ideología débil, como parte del humanismo moderno evitando toda resistencia espiritual frente a la destrucción y el menoscabo.

«¡Pero estos son inmigrantes LEGALES!»
El último gran arquetipo de todos los descritos es el de los jóvenes progresistas, todos ellos movidos por un nihilismo suicida, resentidos y desarraigados, que se identifican completamente con los invasores y aborrecen todo lo que sus padres y abuelos construyeron. Sin duda, Raspail debió inspirarse en las juventudes de su época, en aquellas de la Contracultura y el Mayo del 68, que se «rebelaban contra la sociedad de los padres», una juventud que se mueve en la agitación y el caos, sin alma, raíces ni fe. En la novela estos jóvenes no son ingenuos ni están confundidos, sino que son colaboradores activos con el colapso, son europeos que odian la herencia de la que son portadores, que quieren destruir incluso su propia genealogía por la aversión que sienten a todo lo que les precede. Representan la autoextinción voluntaria, el suicidio biológico y espiritual asumidos como acto de liberación.
Todas las figuras descritas no dejan de sorprender por la lucidez con la que son descritas en la novela, y por aquello que expresan, que resulta muy actual pese a que la obra fue escrita hace más de 50 años. Las mismas actitudes y comportamientos que se reproducen en la actualidad, con el mismo desprecio a las raíces, a las tradiciones y costumbres propias, que en nuestros días constituye una abdicación, una consecuencia, todo hay que decirlo de las acciones disolventes de la cultura estadounidense, de la «americanización» del continente, que han servido para homologar y estandarizar culturas, esa es, sin duda, el primer paso de esa renuncia de lo propio.
Escatología invertida y estética del Apocalipsis
Conviene aclarar que la llegada de los barcos con inmigrantes no está motivada por una cuestión económica o política, no obedece a contingencia alguna o a un episodio aislado. Se trata de algo más complejo y profundo, es la escenificación escatológica de un Apocalipsis moderno, pero sin intervención divina. Es una escatología invertida, una parodia trágica del Juicio Final en la que los «últimos» de la tierra no heredan el Reino, sino que vienen a heredar las ruinas del mundo occidental, del mundo europeo, no para salvarlo sino para disolverlo.
La imagen de un millón de inmigrantes que llega por mar, integrado por una flota de naves viejas, herrumbrosas y desvencijadas, tripulada por una masa humana de cuerpos desnudos, famélicos y sucios, extendiendo los brazos en silencio es descrita con un poder y plasticidad apabullantes. No hay épica en esta marcha, solo miseria biológica, una densidad humana inorgánica, masa sin forma ni contenido, que se precipita hacia la absorción del vacío del espacio vacío de una civilización moribunda.
Es un espectáculo que tiene un carácter ceremonial, claramente percibido en la narración, que evoca las plagas bíblicas, el éxodo o la destrucción de las murallas de Jericó, pero lo hace invirtiendo su significado. Aquí no hay pueblo elegido ni tierra prometida, como tampoco existe ninguna justicia trascendente. Es un movimiento de una multitud de cuerpos hambrientos que avanzan por instinto, por empuje demográfico y poblacional. No hay culpables, solo una sustitución total del viejo mundo por un nuevo caos: «Al atardecer de ese Domingo de Pascua, ochocientas mil personas vivas y miles de muertos sitiaban pacíficamente la frontera de Occidente». Obviamente, la elección de la fecha, de la Pascua, tampoco es casual, ya que se corresponde con el día de la Resurrección en la tradición cristiana. Podría decirse que Raspail nos muestra, una vez más, el significado invertido de la Pascua, en la que los que resucitan no son los redimidos por Cristo, sino masas de desheredados del planeta que llegan para enterrar la civilización cristiana europea. Es, a todas luces, una parodia teológica de la redención, un nuevo orden mundial basado en la ruina y la destrucción de todo significado trascendente.
La descripción de Raspail evoca imágenes de enorme crudeza en el desembarco en tierras europeas, las cuales provocan horror, asco o estremecimiento. Habla de los hedores, de los cadáveres flotando alrededor de los barcos, miembros en descomposición, excrementos, cuerpos retorcidos y deformados por la enfermedad y la muerte. Pero no lo hace por puro sadismo o deseo morboso, la intención es despertar al lector de una conciencia anestesiada, para que abandone el sentimentalismo y tome conciencia de lo real. Trata de romper con la falsa idea, muy asentada hoy día, por cierto, de que el que viene es siempre portador de valores positivos y que el contacto entre civilizaciones es siempre armónico.

«No tratarán de comprender. Estarán cansados, tendrán frío, harán fuego con su hermosa puerta de roble. Llenarán de caca su terraza y se secarán las manos con los libros de su biblioteca. Escupirán su vino. Comerán con los dedos en los bonitos recipientes de estaño que cuelgan de su pared. Sentados en cuclillas, contemplarán cómo arden sus sillones. Se harán atavíos con los bordados de sus sábanas». — El campamento de los Santos, Jean Raspail (1973)
En definitiva, Raspail invierte el relato multicultural y sus pretendidas bondades, tan cacareadas por los mass media, y aquí el contacto implica colapso, destrucción y caída, en ningún caso intercambio o enriquecimiento. Es la asimilación del huésped por el invasor y no al revés, un poco como ocurre en la actualidad con la imposición de costumbres, tradiciones o comportamientos ajenos al espíritu, la cultura y las tradiciones europeas. El Tercer Mundo no se transforma por el contacto con Europa, sino que es Europa la que desaparece sepultada por la marea de los desheredados sin rostro. La descripción del desembargo es tan brutal como profética, ante la inacción e inoperancia de un gobierno que duda, un ejército completamente paralizado y la población autóctona que huye. Es la imagen que ilustra el fin de un mundo, sin ser un apocalipsis violento, en el que todo un orden de civilización se hunde ante la ausencia de alma, de un principio vivificador que la impulse a sobrevivir y afirmarse. Es una especie de moribundo pidiendo la extremaunción.
El silencio de las autoridades políticas, de la prensa y el ejército dicen mucho. En ese momento del desembarco, la radio no transmite ningún tipo de información política o música moderna, solo suena la música de Mozart que el viejo profesor Calgués escucha a través de su transistor para proferir las siguientes palabras: «¿Qué hay en el mundo más occidental, más civilizado, más perfecto que Mozart?». La escena se dibuja en la mente colmada de emociones, conmovedora. Mozart representa el alma profunda de una Europa ya desahuciada. Es un momento suspendido en la nada, donde solo queda belleza, contención y trascendencia. Pero Mozart suena ya como un réquiem, no como una promesa. Pero nadie puede traducirlo a un lenguaje comprensible, es la música de una civilización que muere sola, abandonada, sin que sus descendientes contemporáneos puedan comprenderla.
Civilización, caridad y suicidio de Europa
Para Jean Raspail el significado de la civilización va mucho más allá de un conjunto de bienes materiales o de un entramado institucional de regímenes políticos, se trata más bien de una forma de alma colectiva, de un modelo de valores, jerarquías, símbolos, creencias y costumbres que han construido a la Europa que conocimos. No hay una interpretación de hechos contingentes, no trata problemas técnicos, solventables en el plano material o de una simple acción de gobierno. Lo que está en juego es el Ser mismo de Europa, nos movemos en un plano ontológico que trasciende la pequeña política, o la geopolítica. En última instancia el enemigo de Europa no está ni viene de fuera, sino que está dentro, y es la renuncia de Europa a sí misma.
Las habituales acusaciones de racismo, ocultas tras un falso y torticero debate ocultan una comprensión profunda de los mecanismos históricos que permiten a los pueblos preservar su identidad, a la que tienen derecho, como son la distancia, el límite o la continuidad orgánica. Para Raspail, y para cualquier mente equilibrada y normal, alejada de los delirios poshumanistas del liberal-capitalismo usurocrático y transnacional, la verdadera diversidad no se encuentra en la mezcla forzada, sino en la pluralidad que respeta la separación y la diferencia. Raspail insiste en que no se trata de una cuestión de raza, sino de civilización, en la que la raza es una parte de esa identidad, pero no su núcleo. Para el escritor francés, lo que define «Occidente» es un proceso espiritual e histórico que parte de la herencia grecorromana y de la fe cristiana, su sentido del límite, de la dignidad en la forma, el culto por el lenguaje, el arte, el pensamiento o el lenguaje. Cuando ese alma histórica se disuelve no puede ser defendida con armas ni con leyes, porque no hay nadie dispuesto a morir por ella.
Otro de los puntos polémicos que aborda el libro es el tema de la caridad desordenada, que es objeto de crítica por parte del autor. Es la compasión sin discernimiento, la solidaridad que se transforma en claudicación. Y es que Raspail no niega que haya que ayudar al necesitado, pero denuncia con contundencia la falsificación moderna de la caridad cristiana, que se ha convertido en un dogma absoluto prescindiendo de toda jerarquía, medida y responsabilidad. Y más concretamente el uso ideológico de la compasión, que en lugar de ser una virtud personal, encarnada y plena de responsabilidad, se convierte en un instrumento de disolución de la propia identidad, en una obligación de desarmarse ante el que llega, de abdicar de la cultura propia por temor a contrariar al que llega. El humanismo moderno exige al fuerte que renuncie a su fortaleza y arraigo de su hogar en nombre de una igualdad que solo es posible a través de la negación de la diferencia. Es un tipo de caridad que no salva a nadie, muy al contrario aniquila al que la ofrece y degrada al que la recibe transformando la acogida en resentimiento y la ayuda en sumisión. En este terreno la lucidez profética de Raspail vuelve a sobrecogernos al denunciar un mundo sin vínculos reales, sin ningún tipo de continuidad o arraigo con el pasado y la ausencia de toda forma de belleza. Finalmente, la bondad humanitarista se transforma en un nihilismo dulce.
Otra de las cuestiones que también trata Raspail, y que no podemos pasar por alto, es el tema de los índices de natalidad europeos, que ya entonces, a comienzos de los 70, empezaban a dar indicios de un proceso de envejecimiento acelerado, mientras que las naciones del Tercer Mundo, especialmente las musulmanas y africanas, experimentaban un crecimiento explosivo. Raspail nos ofrece nuevamente su vertiente visionaria: ««Cercados en medio de siete mil millones de hombres, solo setecientos millones de blancos, de los cuales apenas un tercio, envejecido, en nuestra pequeña Europa». Como es evidente, no se trata de un simple dato estadístico, sino que revela el impulso vital de los pueblos. Los que creen en el futuro tienen hijos, mientras los que no creen terminan extinguiéndose. Es una ley de hierro que trasciende toda ideología y está en el centro de la obra de Jean Raspail: el dinamismo biológico del Tercer Mundo es una fuerza histórica que solo puede ser detenida si hay una fuerza superior (espiritual y civilizacional) que le haga frente. La Europa que el autor francés describe ha sustituido a la fecundidad por el consumo, a la familia por el individuo y a la religión por el sentimentalismo. Para una civilización de estas características no puede haber futuro.

La edición española de la novela bajo el título «El desembarco» (2007) publicada por el sello editorial Altera.
La pregunta fundamental que se alza ante nosotros es la siguiente: ¿Existe el derecho sagrado a preservar las propias diferencias e identidad en nombre del pasado y del futuro para todos los hombres y las naciones? Es un derecho que el mundo moderno no reconoce, y lo muestra al reducir todo conflicto a una cuestión de justicia social o redistribución de recursos. Jean Raspail reivindica ese derecho inherente a la identidad como una forma de dignidad ontológica, y que toda civilización no solo tiene el derecho, sino el deber de preservar su alma frente al asalto de la masa. No hay racismo en defender lo propio, lo que hay es fidelidad, arraigo, gratitud por la herencia recibida, y sobre todo sentido de continuidad. Los experimentos multiculturales, el abominable desprecio de los liberales hacia las particularidades que representan los pueblos, y su deshumanizada antropología, que considera a los hombres como sujetos sin raíces e intercambiables, son parte fundamental del problema.
Para finalizar, Raspail no ofrece ningún tipo de propuesta o solución política, porque como venimos diciendo, el problema trasciende estas categorías:
«Soy novelista. No tengo sistema, ni ideología, ni teoría que proponer. Solo me parece que existe una única alternativa: aprender el coraje resignado de ser pobres, o recobrar el coraje inflexible de ser ricos».
Esto significa que o bien Europa debe resignarse a una muerte humilde, en silencio, o bien debe encontrar el valor de ser ella misma, con todo lo que implica: defensa, exclusión, jerarquía, herencia, forma, belleza y todos aquellos valores sagrados y trascendentes que el mundo moderno, en su vorágine destructiva de caos y confusión rechaza.