Algunos apuntes biográficos
Rafael Gambra nació el 21 de julio de 1920 en Madrid, aunque su familia era originaria del Valle del Roncal (Navarra) y él mismo se sentía navarro. Creció en una familia católica, con su padre, Eduardo Gambra, de profesión arquitecto, y su madre, Rafaela Ciudad, era sevillana. Con apenas 17 años, una vez comenzada la Guerra Civil, se alistó en los Requetés (Tercios navarros), donde alcanzó el rango de alférez y recibió varias condecoraciones como la Medalla de la Campaña (1936-1939), Cruz Roja del Mérito Militar, Cruz de Guerra y Medalla de Voluntarios de Navarra.
Una vez terminada la guerra, estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, licenciándose en 1942 y obteniendo el doctorado en 1945 con una tesis sobre la metodología historiográfica post-hegeliana. Previamente, en 1943, ingresó como catedrático de instituto iniciando su labor docente en Pamplona, en el Instituto Príncipe de Viana, y posteriormente en Madrid (Cervantes y Lope de Vega). Llegó a ejercer su cátedra a lo largo de 50 años.
Escribió un buen número de obras, entre las cuales podemos destacar los siguientes títulos:
- La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (1954)
- Eso que llaman Estado (1958)
- Historia sencilla de la filosofía (1972)
- La primera guerra civil de España (1821-1823): historia y meditación de una lucha olvidada (1972)
- Tradición o mimetismo: la encrucijada política del presente (1976)
Muere finalmente el 13 de enero de 2004.

Rafael Gambra Ciudad durante una de sus conferencias en sus últimos años de vida.
Una caracterización general
A lo largo del presente vamos a tratar de desentrañar los fundamentos básicos del pensamiento de Rafael Gambra que, junto a la figura de Francisco Elías de Tejada, quizás sea la figura más destacada del Tradicionalismo católico español del pasado siglo. Dada la complejidad de las ideas a tratar y lo limitado de un artículo de esta naturaleza, es posible que nuestra síntesis pueda resultar insuficiente para algunos lectores. En este caso, remitimos a quienes nos lean al acceso directo a la obra del autor, a su lectura y a embeberse en sus ideas.
Hay un principio sobre el cual podemos vertebrar todo el pensamiento gambriano, y que sería la comunidad humana entendida como una realidad natural y la tradición política como un principio normativo. Son dos ejes imprescindibles y a la vez independientes que están en el centro de la obra de nuestro autor. Hay que entender el significado que Gambra le da a la idea de Comunidad, que nada tiene que ver con las concepciones modernas y contractualistas o con la suma de individuos racionales que se asocian voluntariamente. La Comunidad se concibe como un proyecto histórico, natural y orgánico. Se trata de un conjunto de vínculos forjados como un producto genuino de la evolución histórica, y que nos remite a la lengua, a la fe, a la familia, a la tierra, tradiciones etc. Hay una postura clara y contundente frente a la modernidad individualista que disuelve estos vínculos en nombre de la autonomía. La Comunidad de Rafael Gambra es el lugar donde el hombre se desarrolla como ser racional y espiritual.
La Tradición de la que nos habla el autor navarro además de no fundamentarse en una nostalgia vacía y petrificante en el pasado, visto como una especie de reliquia arqueológica, tampoco comprende una vertiente exclusivamente política, sino que es una expresión concreta de una verdad objetiva y permanente en relación a un orden social, una concepción del poder y del Bien común. Y como tal, comprende también una vertiente metafísica, que sirve de soporte a toda la realidad material que conforma el mundo conocido e inmediato del hombre y la colectividad.
En sus diferentes obras, Gambra no solo se interesa por el pensamiento tradicional, sino que es un filósofo que conoce a fondo las doctrinas modernas que combate, como son Kant, Descartes, el existencialismo, el historicismo o el marxismo. Las estudia, desentraña su significado y reacciona frente a ellas desde una concepción de la verdad ontológica del realismo clásico. Considera que toda filosofía errada produce una política errada, de tal manera que las consecuencias de su pensamiento van más allá del pensamiento puramente especulativo incidiendo siempre en las implicaciones comunitarias, religiosas y políticas de la crisis contemporánea. Por ello su estilo siempre fue incisivo, pedagógico, profundamente doctrinal y comprometido con la verdad.
La Comunidad nace y se cohesiona en su naturaleza profunda en la fe católica, que Gambra considera el alma de España. El Catolicismo es la fuente de la que emana el principio de unidad, sentido y trascendencia de la vida social, y esto va mucho más allá de una cuestión histórica, cultural o ideológica, de ahí que cuando el Estado esgrime la neutralidad religiosa en realidad está perpetrando una agresión contra la comunidad natural. La unidad espiritual es el fundamento de la comunidad jurídica y política, y es algo en lo que también coincide, por ejemplo, Francisco Elías de Tejada. Esta unidad, históricamente, estuvo representada por la Monarquía Católica, en las Cortes tradicionales, en los Fueros y en la misión evangelizadora del Imperio católico universal.
El Estado moderno viene considerado como una construcción artificial y violenta, nacida directamente de la ruptura con la Tradición. Frente a la idea de Reino cristiano, que era una comunidad de comunidades, en la que se reconocía la autonomía de las partes que la componían, el Estado moderno impone la lógica aplastante de su maquinaria racionalista, centralista, igualitaria y secularizada. El Estado moderno se convierte así en el gran enemigo de la verdadera libertad, porque no reconoce la existencia de estos cuerpos intermedios, de las libertades concretas (en lugar de las grandes abstracciones universalistas completamente vacías), ni la existencia de unos órdenes tradicionales. Lo que impone no es un principio de justicia y armonía, como correspondería a un Estado verdaderamente tradicional, sino la uniformidad; en lugar del bien común tenemos la planificación y en lugar de la ley natural impera el derecho positivo, contractualista, emanado de la voluntad y a espaldas de toda forma natural en la conformación del cuerpo jurídico de la nación. De tal modo, podemos identificar en la obra de Gambra una crítica de triple naturaleza: filosófica, política y moral. No se trata de sustituir un modelo por otro que sea técnicamente más eficaz, se trata más bien de restaurar una visión del poder como servicio al orden natural y espiritual en lugar de una expresión de soberanía absoluta de la voluntad.
El fundamento metafísico
Si bien la crítica al liberalismo, la defensa de la comunidad y la reivindicación de la unidad religiosa constituyen los ejes más visibles de la obra de Rafael Gambra, el fondo que sustenta todo este ensamblaje es de naturaleza metafísica. Todo su pensamiento político viene constituido por una ontología realista que es heredera y deudora directa del tomismo clásico. Esto es lo que permite mantener la legitimidad de un orden social determinado, además de su necesidad en tanto que proyección natural del orden del Ser.
Gambra parte de una convicción, perfectamente expuesta en El silencio de Dios, de que la crisis de la política es inseparable de la crisis de la verdad. Allí donde no hay una idea clara del Ser, de lo que son las cosas en sí y no en función de la voluntad humana, no puede haber justicia, ni ley ni Bien Común. El ocaso de la metafísica en la modernidad, a causa del racionalismo en primera instancia, el empirismo posteriormente y más tarde por el existencialismo y el estructuralismo, han conducido al hombre a una concepción voluntarista del poder político, que se ha desligado del ser para entregarse a la vorágine del devenir histórico. Y es por ello que la metafísica aparece como el fundamento de base para un pensamiento político radicado en la Verdad, con mayúsculas. La política, si quiere ser racional, debe tomar como punto de partida la naturaleza del hombre, y ésta no se decide, no es fruto de un acto de voluntad, sino que se recibe. Es, por tanto, un dato ontológico, y no un producto de la historia ni de la voluntad. Es por este motivo que la comunidad política no puede fundarse en una creación artificial ni en un contrato mutuo de intereses, tal y como se deriva del pensamiento voluntarista y mercantilista del liberalismo, sino que debemos hablar de un despliegue natural, del que emana esa sociabilidad esencial.
¿Qué es la metafísica?
Entrevista con Bruno Bérard
Bruno Bérard y Annie Cidéron
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2025 |
Páginas: 148
ISBN: 978-1-961928-32-9
En este mismo marco debemos encuadrar el concepto gambriano de autoridad. A diferencia de las concepciones modernas del poder, que lo hacen derivar de la voluntad (Rousseau), del número (democracia) o del interés (liberalismo económico), Gambra sostiene que la autoridad no es una convención, sino que se trata de una exigencia ontológica: esto significa que se basa en la superioridad natural del saber y del bien sobre la ignorancia y la pasión. En este sentido, el poder justo no es el más participativo ni el más eficaz, sino el que está conforme con el orden natural y moral de las cosas. Esa posición también es defendida por Elías de Tejada en su concepción de «auctoritas», y se encuentra en radical oposición con las democracias modernas, que derivan su legitimidad del procedimiento y no del contenido.

La concepción metafísica en la que se apoya Rafael Gambra se sustenta en la filosofía realista clásica. En la tradición tomista y escolástica, y fundamentente en el pensamiento de Aristóteles y la síntesis de Sto. Tomás de Aquino entre la razón griega y la revelación cristiana.
En la obra de nuestro autor es evidente que el hombre ha roto sus vínculos con el Ser, y que vive limitado al horizonte del deseo, sometido al cambio y encerrado en una subjetividad estrecha y obtusa. Por eso las instituciones modernas no pueden fundar ningún orden duradero, porque se apoyan sobre ficciones como la voluntad, y no sobre la realidad. Y es en este punto donde interviene la Tradición, entendida como una mediación histórica entre el orden del Ser y las formas comunitarias, como un depósito de sabiduría encarnada.
Mientras el revolucionario moderno aspira a transformar el mundo a partir de una idea abstracta, el tradicionalista quiere vivir conforme al mundo tal como ha sido creado, obviamente ajeno a las formas desviadas que propone el liberalismo moderno en cualquiera de sus vertientes. Y esta es la raíz teológica de la filosofía política de Gambra, que el orden social justo es el fruto de una cooperación entre el orden creado por Dios. Por ese motivo la Comunidad no se construye, sino que se recibe; el derecho no se inventa, se descubre, y la autoridad no se negocia sino que se reconoce.
Esta noción metafísica también tiene consecuencias en otros ámbitos como el que se refiere a la libertad: frente a la libertad negativa que plantea el liberalismo, Gambra reivindica la libertad como perfección del Ser racional, es decir, como la capacidad para obrar el Bien. En consecuencia no podemos hablar de un orden político reducido a la neutralidad axiológica, es imposible, porque debe promover activamente las condiciones del vivir bien. Por eso el Estado tradicional no se conforma con garantizar procedimientos, sino que se orienta hacia el Bien común, real y objetivado.
Finalmente, esta concepción del Ser como fundamento de la comunidad explica también el rechazo que Gambra siente por el historicismo y el relativismo. Si no hay verdad, todo se vuelve opinable. Si todo es opinable nada es vinculable. Si nada es vinculante, no hay comunidad posible. De ahí que la Tradición de nuestro autor no sea una forma de conservadurismo sentimental, sino una afirmación de la verdad contra la anarquía espiritual que representa la modernidad.
Crítica al positivismo jurídico
El pensamiento jurídico, como sucede con todos los grandes representantes de la Tradición hispánica, ocupa un lugar esencial en su concepción de la comunidad política. La idea o eje fundamental es que no hay justicia ni derecho verdadero sin referencia al orden natural. De modo que la ley positiva (la ejercida por el liberalismo especialmente), por sí sola, no puede fundar la legitimidad de un orden o un régimen ni de una norma. Esto implica que el derecho tiene un núcleo objetivo, anterior a la codificación, que se manifiesta a través de un orden consuetudinario, en los usos, en las normas sociales vividas y en la ya mencionada ley natural. De modo que la ley positiva sólo puede tener una función subsidiaria, pero nunca puede ser soberana en la construcción del edificio jurídico del cual deben emanar las normas de convivencia colectiva. Su misión es declarar y desarrollar lo que la razón y la costumbre han discernido como justo, no inventar arbitrariamente lo que convenga al interés de la mayoría.
La denuncia de Gambra contra el positivismo jurídico moderno se dirige hacia la ruptura que ha producido entre la ley y la justicia. La imposición del «imperio de la ley», hace que desaparezca el derecho entendido como un orden justo. El legislador ya no está subordinado a una ley natural, sino que sus acciones obedecen a la aritmética parlamentaria, a la facción partitocrática de turno o al mercado. Esta circunstancia nos lleva a la formulación de leyes injustas (aborto, eutanasia, educación atea, fiscalidad expropiatoria, múltiples ingenierías sociales etc) que son consideradas legítimas, e incluso necesarias, por el simple hecho de haber sido promulgadas por una autoridad formal. Esto implica la imposición del principio de eficacia por encima de la justicia o el principio del Bien Común. Es una ley que ya no protege a la persona o garantiza su desarrollo conforme a su naturaleza, sino que lo construye y moldea ideológicamente, redefiniendo esa naturaleza en función de los intereses y criterios de poder. Según Gambra, este vaciamiento de la justicia y la instrumentalización del derecho nos sitúan en la antesala de la tiranía legal, de la tecnocracia posmoderna.
Por el contrario, la visión de Gambra reivindica una visión plural y orgánica del derecho, donde podemos hallar múltiples formas de legitimidad: la ley natural, las costumbres, el fuero, la jurisprudencia o el consenso histórico de una comunidad viva. Porque el derecho no se reduce a un código, más bien debemos hablar de un conglomerado de conocimientos, de verdadera sabiduría histórica, que regula las relaciones sociales en función del Bien Común. En nuestro caso particular, en el de los reinos históricos que integran Las Españas, como se decía en tiempos de nuestro Imperio, los fueros y usos tradicionales tienen mayor autoridad que cualquier ley abstracta, positivista y centralizadora del Estado moderno. Son justas y están enraizadas en la visión comunitaria y cristiana del orden social, considerado como un cuerpo vivo. De modo que el derecho tiene que nacer desde abajo e ir ascendiendo hasta la cúspide del cuerpo social, desde la propia vida comunitaria y las instituciones que mejor representan al pueblo.
La antítesis absoluta viene representada por el denominado Estado de Derecho liberal, entendido como una maquinaria formal que garantiza la legalidad de las decisiones del poder, independientemente de su contenido, convirtiendo la ley en un instrumentos ideológico de uniformización, que elimina toda referencia, a nivel teórico y práctico, en referencia al Bien Común real. La ley se convierte en un producto de procedimiento, no es una expresión de la justicia. Pero, en última instancia, la justicia no puede ser definida por el consenso ni por el procedimiento, sino, como ya hemos apuntado, se funda en la verdad del hombre, en la sociedad y en el orden natural. Y este elemento es de gran importancia, porque cuando la verdad desaparece del horizonte jurídico solo queda el poder sin límites de la legislación. Entonces lo injusto puede llegar a ser legal sin dejar de ser injusto.
Monarquía tradicional y orden católico
Rafael Gambra se erige como uno de los grandes defensores de la monarquía tradicional católica, bajo una concepción que es plenamente funcional con la que proponen otros autores como Elías de Tejada en su momento, y posteriormente Miguel Ayuso o su propio hijo, José Miguel Gambra. La monarquía que Gambra defiende es un orden concreto y simbólico, una figura política y espiritual que encarna la continuidad histórica y la legitimidad trascendente del poder.
Frente a la monarquía moderna, parlamentaria, liberal y constitucional, entendida como jefatura neutral de un aparato estatal secularizado, la monarquía tradicional representa una potestad integral, orgánica y sacral, situada jerárquicamente dentro de una comunidad viva y estructurada. En esta forma política, el rey no es un gestor ni un árbitro institucional, ni una figura decorativa como en el régimen constitucional de 1978. El rey aparece como un padre del reino, el cabeza visible de un cuerpo comunitario cuya vida y misión preceden al aparato estatal.

Escudo de la monarquía tradicional hispánica defendido por el Carlismo.
La monarquía tradicional española, la de los Austrias que defiende el carlismo, fue foral y federativa, fundada en el reconocimiento de derechos históricos, privilegios, fueros y cuerpos intermedios. Una concepción del poder amparado en la ley natural y limitado por el principio divino, amparado en la costumbre jurídica y las instituciones propias de cada reino. De ahí la coherencia de una monarquía plurinacional, en la que Navarra, Aragón, Valencia, Castilla o Cataluña conservaban su identidad bajo la Corona común. Se trata del principio de autonomía de las partes, que confluyen en una unidad orgánica superior.
Toda esta estructura política y jurídica desaparece con la monarquía ilustrada borbónica y se desnaturaliza por completo con la monarquía liberal decimonónica, que reduce la posición del rey a un simple ejecutor de la voluntad parlamentaria, es decir, a un instrumento de la revolución legalizada. De ahí que una acusación recurrente dentro del pensamiento carlista (y asumida por Gambra) de que el rey liberal no es legítimo por traicionar los fundamentos mismos de la monarquía hispánica: su confesionalidad, su origen orgánico y su vocación de servicio al bien común católico.
Es por este motivo que se plantea una incompatibilidad entre la monarquía liberal y el orden católico. Una monarquía que acepta la neutralidad religiosa del Estado, la soberanía popular como fuente de legitimidad y el parlamento como centro del poder político no puede ser considerada «monarquía» como tal, y se reduce a una pieza funcional dentro del sistema liberal: una figura simbólica desprovista de función moral o de misión comunitaria. Y es que la monarquía no aparece en el pensamiento gambriano como una forma de gobierno entre otras. La monarquía adquiere un significado como forma de civilización. Su legitimidad trasciende la voluntad popular o cualquier criterio de eficiencia técnica o administrativa, dado que hablamos de la vinculación a un principio de autoridad, a un orden jerárquico, a una unidad religiosa y al servicio del Bien Común trascendente. Es una pieza clave dentro del orden tradicional cristiano, y su inserción en el régimen liberal supone el ocaso del susodicho proyecto tradicional.
Además, el rey tradicional gobierna sobre un pueblo orgánicamente articulado, con sus gremios, municipios, corporaciones, universidades, estamentos etc. Su misión es mantener la justicia, proteger los fueros, custodiar la unidad espiritual y garantizar la continuidad histórica y garantizar el equilibrio entre las partes. Ni se inventa la ley ni monopoliza la soberanía, que reside en las diferentes partes que componen el cuerpo social, el rey aparece como encarnación de esta ley, que debe custodiar y a la que sirve.
Este modelo se puso en práctica y se mantuvo vigente durante siglos, y su disolución en su estructura institucional supuso la aniquilación del alma política de España, sustituida por el constitucionalismo ideológico, la partitocracia y el culto al consenso vacío. Por este motivo Gambra no fundamenta su defensa de la monarquía en cuestiones dinásticas o institucionales, sino que basa su legitimidad en la defensa de la comunidad política católica. Solo en la medida que la monarquía se subordina a un orden superior: la ley natural, la fe católica y la historia viva del pueblo. Y es que de otro modo no puede hablarse ni de justicia ni de unidad. La monarquía que prescinde de estas formas y principios es una falsificación, tal como sucede con la monarquía liberal desde la reina Isabel II hasta Felipe VI. Pero Gambra va incluso más allá y dice que sin unidad católica no hay patria posible.
Cristiandad e Imperio hispánico
Una de las constantes del pensamiento de Rafael Gambra es su comprensión de la historia como un drama entre fidelidad y disolución, en lugar de recurrir al habitual esquema lineal que nos plantean las ideologías modernas, especialmente la liberal. En este drama, la Cristiandad medieval y el Imperio hispánico aparecen como momentos culminantes en la realización del orden político tradicional; formas históricas donde la verdad religiosa, el derecho natural y la jerarquía orgánica aparecen como parte de una misión metahistórica armónicamente integrados.
Tanto para Gambra, como para Elías de Tejada, Álvaro d’Ors o Vallet de Goytisolo, que se hallan en una línea análoga a la del pensador navarro, la Cristiandad trasciende un sistema de poder teocrático o una simple alianza entre Iglesia y Estado. Hablamos de un modelo de civilización católico en el que lo político y lo espiritual se articulan sin oponerse. Es un mundo con sentido, en el que el hombre vive inmerso en un cosmos ordenado, jerárquico y simbólico en el que el Bien Común está subordinado a una finalidad trascendente.
No se trata de una construcción teórica, sino de una realidad encarnada en la historia de Europa y, especialmente, de España. La Monarquía hispánica aparece como la concreción suprema de los ideales de la Cristiandad, trascendiendo la visión de la nación uniforme y centralizada del liberalismo, como una comunidad de pueblos, reinos y provincias unidas por una misma fe, por una misma misión y un mismo principio de autoridad que venía encarnado por la Corona. El monarca no era un simple rey, sino el rector de todo el orbe católico, en el que se incluían reinos diversos, todos ellos ligados por una fidelidad compartida al orden divino y natural.
La descripción que nos brinda Gambra va mucho más allá de la caricatura ilustrada y liberal que refleja una imagen del mundo del pasado a través de una idea de retraso u oscurantismo, sino un modelo que nos muestra una auténtica cosmovisión basada en la unidad entre fe, ley, poder y verdad. La desintegración de este modelo trajo consigo el nacimiento del Estado moderno, además de una nueva categoría ideológica cerrada: la nación, cuyas características son su naturaleza secular, homogénea exclusivista y autosuficiente. Lo contrario de lo que representaba la Monarquía hispánica, que era plural, foral, misional y confesional. La nación moderna aparece en el horizonte de los pueblos como una creación racionalista que parte del principio de soberanía popular, que niega los derechos históricos, impone la uniformidad administrativa y expulsa a Dios de la vida pública. La nación reduce a la comunidad política a un artefacto jurídico-legislativo que se autodetermina por la voluntad general, al margen del orden divino. Así nace también toda forma de desarraigo, el mundo de las ideologías, lo técnico y lo artificial.
La nación moderna es ante todo el instrumento político de la revolución, frente a la cual solo hay una alternativa, que es la que plantea la recuperación de los principios perennes que sirvieron de cimiento para fundar la Cristiandad y el Imperio. Por ello Gambra no plantea la reconstrucción de la monarquía de los Austrias en su forma histórica, lo cual representaría una fantasía, sino reconocer que el modelo hispánico de civilización encarnaba una forma de vida política articulada de manera orgánica en torno a principios como el Bien Común, la fe o la justicia.
Verdad, filosofía y combate cultural
La obra de Rafael Gambra Ciudad se encuentra respaldada por una arquitectura filosófica sólida, que encuentra su raíz y justificación en el realismo clásico de origen tomista. Gambra se erige como un verdadero filósofo capaz de elaborar una síntesis especulativa entre la metafísica del ser, la antropología racional y la teoría del orden social y político. Y esta dimensión especulativa es fundamental para entender la profundidad y coherencia de su crítica a la modernidad y su defensa de la Tradición.
De ahí que cuando hablamos de la lucha contra el liberalismo en su obra, debemos remitirnos a una dimensión ontológica, es decir, nace de su convicción de que la política moderna es el resultado de un error filosófico previo y que solo una rectificación en el plano del pensamiento puede ser el punto de partida para una regeneración auténtica del orden. Y esta idea aparece claramente reflejada en diferentes obras de su autoría, donde reitera que la crisis de la civilización «occidental» no es política en su raíz, sino metafísica. El núcleo del problema se encuentra en la pérdida del sentido del ser, en la negación de la verdad objetiva y en el oscurecimiento de la finalidad de la vida humana.
Dentro de sus críticas-denuncia de ciertos movimientos contemporáneos que contribuyen a la implementación de estos fenómenos encontramos al existencialismo, especialmente el de Jean Paul Sartre, que reduce al hombre a conciencia sin naturaleza. Desarrolla una antropología negativa y destructiva en función de la cual el hombre queda arrojado al absurdo de una libertad sin orientación, en un mundo sin sentido. En esta filosofía el hombre sólo cuenta con la propia voluntad, una subjetividad radical y el nihilismo más exacerbado. Se niega toda la base social y comunitaria al tiempo que se niega toda trascendencia.
En el mar de la nada
Metafísica y nihilismo a prueba en la posmodernidad
Curzio Nitoglia
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2023 |
Páginas: 126
ISBN: 9798394809026
El historicismo, especialmente el de raíz hegeliana, también es objeto de crítica para Gambra, con un rechazo claro y contundente. Para el autor tradicionalista, la idea de que la verdad y el derecho son productos del devenir histórico es el camino más directo hacia la destrucción del orden moral. Si no hay naturaleza humana permanente, entonces el poder puede legislar con total arbitrariedad, redefinir al hombre, alterar sus vínculos fundamentales con la comunidad y todo aquello que le plazca en cada momento. El historicismo destruye el fundamento mismo del derecho y de la ética.
La alternativa que propone Rafael Gambra es el realismo tomista, y no como una forma de arqueología intelectual, sino como un pensamiento vivo, capaz de ofrecer una antropología completa, una ética del bien común y una metafísica del orden. Para él la filosofía perenne no está superada, sino que ha sido ignorada y de su recuperación plena y absoluta dependen la reconstrucción de un orden tradicional. Y no se trata de repetir las mismas fórmulas medievales, más bien de pensar con categoría eterna los problemas actuales, partiendo de la centralidad del ser y la verdad.