Sistema de partidos, corrupción y bipartidismo
A muchos les puede parecer algo paradójico el título que hemos elegido para elaborar este artículo, especialmente lo de «agónico y destructivo», porque se supone que aquello que tiene fuerza como para operar una liquidación planificada de todo el legado histórico, político y existencial de una nación de gran antigüedad y con una historia fulgurante, épica y heroica como la española, adolece de todo tipo de debilidades. En este caso, y a la luz de casi cinco décadas de existencia, es posible elaborar una retrospectiva del citado sistema, el que nos dijeron durante los años de la Transición que iba a «restaurar» una serie de libertades políticas de las que el régimen precedente nos había privado.
Bajo esta idea general, se elaboró el texto constitucional de 1978, en el que se pretendía dar cabida a todas las «opciones políticas» y sensibilidades presentes en esta, nuestra piel de toro. Fue el famoso «café para todos», con la construcción de un estado asimétrico, fundado sobre las comunidades autónomas, que ya venían a desvertebrar la organización territorial de España y a convertirla en una amalgama de taifas con sus propios «reyezuelos» y gerifaltes integrados en el sistema de partidos, en la partitocracia, que ha sido y es el verdadero cáncer que nos asola y nos desnaturaliza desde finales de los 70, en una acción que se vio impulsada tras los reiterados fracasos de la UCD de Suárez y Calvo Sotelo, por el PSOE, una organización política nefasta y antiespañola desde sus mismos orígenes a partir de 1982, con el triunfo de Felipe González.

El rey de España, Juan Carlos I, en las Cortes firmando la Constitución recién aprobada un 27 de diciembre de 1978.
Y es que el tema actualmente en boga, como es la paupérrima situación de la España actual, demuestra esa paradójica agonía que hemos mencionado. Un régimen que hace aguas, que naufraga sobre las bases de un ordenamiento jurídico construido ad hoc para favorecer a unas «élites» políticas perfectamente conectado con las élites transnacionales y globalistas, que se han dedicado a empobrecer y esquilmar al español de a pie, al contribuyente, reducido a la mera vida material, a sobrevivir, sin capacidad de acción ni de decisión más allá de los procesos electorales, donde puede elegir al castuzo de turno, que como todos los demás miembros de la partitocracia, independientemente de las siglas, trabaja para destruir nuestro futuro colectivo, y no solo en las necesidades materiales más básicas (recuérdese el mantra de la Agenda 2030, «no tendrás nada y serás feliz») sino en la proyección de nuestro destino colectivo e histórico, mediante diferentes frentes pero de forma planificada, casi quirúrgica podría decirse.
Dentro de este sistema de partidos, que ha pivotado en torno a la alternancia política, algo que nos recuerda a otros tiempos, con la primera restauración alfonsina, el PSOE y el PP (Alianza Popular en su día) han sido quienes han manejado el timón del régimen. Durante décadas se han dedicado a destruir la unidad orgánica de la nación, han polarizado a la población y la han manipulado hasta producir cambios sociológicos y de mentalidad de gran calado. Han promovido la desmovilización del pueblo español, de la sociedad civil, y han eliminado muchos atributos característicos del ethnos hispánico y de nuestra idiosincrasia, reduciéndonos a una nación más, acoplable al estándar del resto de naciones del decrépito Occidente liberal, bajo las falsas democracias liberales. El español actual se ha vuelto extraño a su propia historia, la cual desconoce y desprecia en nombre de pretendidos valores igualitaristas, cosmopolitas y humanitarios, los cuales no dejan de ser parte de la habitual retórica negrolegendaria y antiespañola que se lleva urdiendo desde hace siglos.
Una falsa dialéctica entre izquierdas y derechas, las falsas luchas de la partitocracia que polarizan al pueblo y refuerzan a una casta de privilegiados (donde también participan las marcas blancas, llámense Podemos, VOX o cualquier otra organización análoga) encuentra su encaje perfecto en el que podemos calificar como la piedra angular del Régimen, que no es otro que el PSOE. A esta organización debemos los grandes cambios estructurales que terminaron de domesticar y sojuzgar a España a organizaciones transnacionales como la OTAN y la naciente UE (llamada entonces CEE1), la encargada de destruir todo el legado de políticas económicas y estructurales que impulsaron el milagro económico español décadas atrás, y que fueron la base de una industrialización tardía pero con notables contribuciones en los estándares de vida de los españoles de la época y los primeros años del actual régimen.
En los últimos tiempos, especialmente en el último lustro, hemos sido testigos de una degradación progresiva de la vida pública. Este fenómeno, ya constatado a lo largo de todo el régimen demoliberal español en las décadas precedentes, parece haberse acelerado bruscamente, quemando etapas en los últimos años, desde la Plandemia en 2020. Es a partir de esa fecha cuando las oligarquías del régimen empiezan a abandonar ciertas reglas y protocolos en el ejercicio del poder. Los discursos de los tiempos «felices» del «Juancarlismo», del «Estado de derecho» y otras soflamas propagandísticas con las que los mass media trataban de barnizar la caracterización del régimen, una pretendida estabilidad ficticia, y unas «reglas del juego», quedan disueltas en una auténtica ruptura del orden jurídico establecido. La arbitrariedad se convierte en la norma frente al sacrosanto orden constitucional, y la prevaricación, las componendas y la imposición de Agendas transnacionales toma todo el protagonismo en la maltrecha democracia (o mejor deberíamos decir oclocracia, o incluso «charocracia») española de nuestro tiempo.
Y lo más preocupante, más allá del bipartidismo institucionalizado, reducido a un turnismo funcional, es la degradación del pueblo español, que permanece impasible ante un recorte de las libertades más elementales, con la imposición de absurdos protocolos que, insistimos, desde la Plandemia, no han dejado de implementarse, y que han degradado la vida del español medio. Las dificultades económicas y materiales, con la pérdida de poder adquisitivo, salarios miserables, infierno fiscal o el reemplazo poblacional disfrazado de «inmigración», lejos de soliviantar u ofuscar al español medio, lo han vuelto más conformista, sumiso y condescendiente, aceptando cualquier imposición o protocolo, por absurdo y tiránico que resulte.
Después del virus
El renacimiento de un mundo multipolar
Boris Nad
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2022 |
Páginas: 380
ISBN: 979-8362187439
En los últimos tiempos, la corrupción parece haber copado toda la atención y el foco de los medios, que no deja de ser una consecuencia, más que una causa, de la situación de decadencia y autodestrucción a la que nos vemos abocados. La corrupción es parte fundamental de la política demoliberal, es una manifestación más de su naturaleza, y tratándose de uno de los grandes partidos del sistema, como es el PSOE, no sorprende lo más mínimo. Las causas hay que buscarlas en la propia naturaleza del Régimen constitucional del 78, en el desarme y el inmovilismo social, en la disolución de las bases orgánicas y comunitarias. Es evidente que nunca ha habido una voluntad por defender intereses nacionales, ni en los más elementales conceptos materiales y de bienestar, ni mucho menos en plantear la construcción de un ciclo histórico, o la defensa de los intereses generales y la soberanía nacional. Los liberales siempre han estado al servicio de los intereses de los enemigos de España en este caso, ya hablemos de organizaciones transnacionales (UE, OTAN etc) o potencias que anhelan nuestra destrucción y sometimiento, como es el caso de Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Marruecos o Israel.
Pedro Sánchez no sería posible sin las condiciones descritas, pues cumple con el perfil perfecto y más adecuado para exasperar y llevar hasta sus últimas consecuencias las asimetrías y antagonismos en los que el R78 no ha dejado de profundizar, y que, por supuesto, van mucho más allá de «la enseñanza del castellano en Cataluña» o la articulación de «mayorías parlamentarias». Hablamos de una progresiva balcanización a nivel territorial, con el «Estado de las Autonomías» o la disolución de vínculos orgánico-comunitarios, los mismos que nos recuerdan a los realistas que en el «Manifiesto de los Persas» (1814) rechazaban la Constitución de 1812, una burda copia de la constitución revolucionaria de 1793, que pretendía destruir las bases orgánicas y existenciales propiamente hispánicas para sustituirlas por el abstracto liberalismo y la masonería, desnaturalizando a España, algo que no ha dejado de suceder en los últimos siglos.

La masonería fue nuevamente legalizada en España tras la entrada en vigor del régimen constitucional.
En realidad, el régimen de la Transición preparó el camino para el desarrollo de una operación cuidadosamente planificada desde instancias internacionales y ejecutada por actores internos cómplices, orientada para desactivar y liquidar los últimos restos de la identidad nacional hispánica y la soberanía efectiva que le quedaban a España. No hay el menor atisbo de evolución natural ni de exigencias de la sociedad, sino una cesión encubierta y deliberada a los designios del nuevo orden mundial. El R78 se impuso bajo la etiqueta de un pretendido consenso en un régimen liberal perfectamente homologado con el globalismo. Además el nuevo régimen se configuró como una democracia puramente formal, sostenida por una partitocracia al servicio de poderes económicos supranacionales. En cuanto a la Constitución de 1978 juega el papel de una carta otorgada, cuyos principios están permanentemente sometidos a interpretación ideológica y una desnaturalización progresiva. Y es precisamente la sacralización de este «consenso constitucional» tras el cual se ocultó el vaciamiento de España como sujeto político soberano.
En cuanto a la clase política, los sujetos activos de todos estos cambios, usurpaciones y cesiones, han traicionado de manera sistemática y continua cualquier principio de identidad tradicional que pudiera pervivir en España, y lo han hecho a través de la desvertebración territorial ya citada, la imposición de ideologías globalistas o la política exterior alineada con intereses ajenos a los de la propia nación.
En definitiva, la Transición no supuso la recuperación de la libertad, sino una nueva forma de servidumbre en lo cultural, lo político y las costumbres y mentalidades. El R78 no resolvió ninguno de los problemas, ninguno de los lastres históricos, sino que los ocultó bajo una retórica de pluralismo vacío, mientras implementaba la creación de una sociedad materialista, desmemoriada y cada vez más endófoba, más hostil a sus propias raíces, en virtud de sus filiaciones con las facciones partitocráticas, todas ellas enemigas de España y al servicio de sus enemigos.
El PSOE, piedra angular del Régimen constitucional
En este sentido resulta especialmente llamativo un libro, que ha pasado desapercibido, y que quedó rápidamente descatalogado hasta volverse inencontrable, y nos referimos a la obra de Manuel Saura Bonilla, Los amos del PSOE, publicada en 1986. Han pasado casi 40 años desde entonces, pero no deja de plantear una serie de cuestiones que son de actualidad, y que nos hablan de una vinculación sistémica con una arquitectura global de poder, y que conforma una pieza funcional al engranaje internacionalista. Esta tesis, en sí misma no es ninguna novedad, y más cuando a izquierda y derecha encontramos las mismas sumisiones a poderes plutocráticos transnacionales, todos son deudores de organizaciones globalistas conectadas con los principales centros de poder. En este caso el autor apunta, en lo que respecta al PSOE, a la alta finanza, el fabianismo británico y la socialdemocracia tecnocrática globalista, bien conectada con el Club Bilderberg, la Comisión Trilateral, el CFR etc.
Por otro lado, este autor plantea también que el PSOE no representa una continuidad en relación al socialismo histórico, y que su reconstrucción en la década de 1970 fue un proceso de ingeniería político-cultural inducido y dirigido desde el extranjero. De todos modos, tanto izquierda como derecha están insertos en los mismos circuitos de dominación, aunque todo el proceso de ingeniería social que llevamos padeciendo desde la Transición ha sido impulsado y monitoreado fundamentalmente por el PSOE, mediante un uso estratégico de las estructuras del Estado y los medios de comunicación y con la participación creciente de círculos de gran poder financiero actuando sobre partidos políticos y todo el entramado social.
El libro de Sauras Bonilla cita en particular a la socialdemocracia alemana (SPD), al Partido Laborista británico y la Internacional socialista como artífices de la reconstrucción de la socialdemocracia enarbolada bajo las siglas del PSOE, que tenía como fin último la integración de España en las estructuras del sistema occidental y atlántico. Los garantes últimos de este proceso, y quienes monitorearon el proceso de Transición en su integridad fueron la CIA y el Departamento de Estado de los USA, con la intervención del siniestro Henry Kissinger. No en vano, la legalización del PSOE por parte de Adolfo Suárez no fue fruto de la presión popular, sino de un acuerdo geoestratégico orientado a estabilizar el sistema tardofranquista en términos neoliberales y europeístas. El PSOE tenía una función de domesticar a la izquierda. El libro presenta a Felipe González como el artífice de todo este proceso desde el interior del partido, al modo de un «ingeniero», promovido ya desde la Internacional Socialista por Willy Brandt y Olof Palme. La inteligencia táctica y sus conexiones con elementos prominentes del atlantismo hicieron de González la figura perfecta para articular el socialismo y el neoliberalismo práctico, con un «lenguaje progresista» y políticas económicas enmarcadas en la orientación e intereses de la Banca, las grandes corporaciones y el conjunto de organizaciones y poderes plutocráticos.

Willy Brandt y Felipe González durante uno de sus encuentros en los actos de la Internacional Socialista.
De hecho, las consecuencias del primer mandato del PSOE entre 1982 y 1986 fueron devastadoras, como ya hemos apuntado, en relación al tejido económico e industrial, con la consolidación de los oligopolios energéticos y la subordinación total en política exterior de España a la OTAN, la CEE y los Estados Unidos. Se creó a lo largo de estos años y los sucesivos una auténtica oligarquía política que se encargó de consolidar el modelo económico neoliberal y un aparato jurídico en coherencia con el primero, estrechando la sumisión y obediencia a las organizaciones pantalla, totalmente opacas, del globalismo tecnocrático. Algo que, por supuesto, podemos asociar tanto a la izquierda como a la derecha: en el caso del PP participa exactamente de los mismos círculos de poder, y contribuyendo a la consolidación de las destrucciones y reestructuraciones realizadas por Felipe González a lo largo de sus 14 años de gobierno.
Más allá del origen de su reformulación y conexiones con poderes extranjeros, antiespañoles y globalistas el PSOE tiene una función de control y transformación de la sociedad, y de hecho ha venido llevando la batuta de todas las ingenierías sociales que han incidido en un tipo de lenguaje muy concreto, en una moral, historia, representaciones culturales, memoria, sexualidad o educación. Un instrumento de domesticación ideológica en toda regla, que encuentra su implementación bajo Zapatero (2004-2011) con un marcado punto de inflexión bajo la deriva de la posmodernidad y con una subordinación creciente de las izquierdas a las agendas del capitalismo financiero global.
En este terreno, en el mencionado en relación a las ingenierías sociales, la izquierda globalista que representa el PSOE ha girado en torno a dos elementos, los cuales han venido a configurar la base simbólica del orden político:
Feminismo institucionalizado: convertido en una ideología de Estado, no para «liberar a la mujer» sino para fragmentar a la sociedad, para descomponer la familia y para criminalizar toda la resistencia masculina, jerárquica o tradicional. Y el mejor ejemplo lo tenemos con las «leyes Viogen», que abocan al hombre a una situación de desigualdad jurídica y a una situación de conflicto creciente, que se ve acrecentado por la construcción de un relato en torno a la idea de maldad intrínseca del hombre y del principio masculino, y lo vemos a través de conceptos como la «masculinidad tóxica» o «deconstrucción de la masculinidad». Todo ello en conexión, en un plano más extenso con las ideologías de género, y la sustitución del sexo (categoría biológica) por el género (construcción subjetiva e ideológica) en aras de la confusión y la apertura a todo tipo de comportamientos y actitudes aberrantes.
Multiculturalismo funcional: promoción activa de la «inmigración» masiva y el discurso de la diversidad como una estrategia para debilitar y destruir la identidad nacional, desarticular los vínculos históricos y transformar al pueblo en una masa indiferenciada fácilmente controlable. Un fenómeno que en los últimos años se ha visto implementado en detrimento del descenso dramático de la natalidad española, proceso deliberadamente inducido por una serie de ingenierías sociales que están en conexión con el feminismo y las ya citadas ideologías de género. Desde ciertos ámbitos ya se empieza a hablar abiertamente de «reemplazo poblacional», lo cual es innegable, y representa una lógica cuantitativa implacable.
Progresismo emocional: el uso de un lenguaje y una serie de códigos, que no escatiman en el uso de eufemismos y enrevesadas trampas dialécticas, que nos hablan de «inclusión», «memoria democrática», «derechos reproductivos» etc, que alimentan un relato que ya se ha convertido en hegemónico y que ha permitido desplazar la ventana de overton hacia los «valores» defendidos por el globalismo, y que se expresan a través de la normalización del aborto o la construcción de una versión de la historia acomodada a esa visión progresista, que distorsiona y falsifica el pasado con el propósito de encajar el citado relato. El uso del sentimentalismo, de ideas poco elaboradas o de factores puramente emocionales ocupa un lugar preponderante en este terreno.
Destrucción del ámbito religioso-espiritual: las políticas de secularización y desacralización en el terreno de la política y la sociedad, son parte de las concepciones antropológicas implementadas por el sistema, y que vemos reflejada en la destrucción de cualquier atisbo de comunidad orgánica y defensa de derechos colectivos del pueblo español, la normalización del individuo atomizado y desarraigado y la anulación de todo horizonte espiritual, todo ello bajo un espíritu guerracivilista y antirreligioso que ataca directamente la fe religiosa de buena parte de la población, y perpetra su retroceso y eliminación de las aulas y del ámbito público en general.
En definitiva, y para finalizar este apartado, se puede decir que el PSOE es una pieza fundamental del engranaje del Régimen constitucional fundado en 1978, en el que siendo una parte integrada y funcional de un sistema político cerrado, la democracia se convierte en una simple maquinaria de legitimación simbólica del poder, al tiempo que se reproduce algo que no es más que una escenografía, representada en los Parlamentos con meros actores que, como si se tratara de una función, se limitan a interpretar un papel. Los partidos son franquicias ideológicas al servicio de redes supranacionales, que ignoran toda responsabilidad de representación y no se deben a sus votantes en absoluto, sino que son plenamente dependientes de las mencionadas redes transnacionales de poder que operan con criterios de ingeniería social y manipulación.
El globalismo y la restauración del cosmos
Daniel Branco
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2023 |
Páginas: 188
ISBN: 978-1-961928-05-3
De hecho, y lo vemos con el gobierno de Pedro Sánchez, un personaje de una mediocridad y falta de escrúpulos apabullante, lo importante no se trata de ganar elecciones, sino de controlar el relato, convirtiendo a la ideología progresista en una doctrina de gobierno orientada a la construcción de una dialéctica de opuestos, frentista y polarizante en relación al conjunto de la sociedad. Y es que hay una crítica antropológica que podemos realizar, e incluso ontológica en un plano más profundo, que nos habla de una sociedad líquida, dócil y amorfa, la democracia de libre mercado del consumidor, del votante, de la víctima o de la mercancía, del hombre que no es, en definitiva, sujeto y actor en la construcción de su destino, sino un mero objeto, maleable y moldeable, sometido a una pedagogía de la sumisión bajo la máscara de la emancipación.
La verdadera naturaleza de la democracia liberal
Robert Michels formuló en 1911 la famosa Ley de hierro de la oligarquía, la cual sostiene que toda organización tiende a ser controlada inevitablemente por una minoría organizada, algo que es especialmente apreciable en los partidos políticos en torno a los cuales se articula la democracia liberal, aunque ningún sistema político se encuentra exento de este principio. Y de hecho, la democracia se ha convertido en tiempos modernos en un mito político de carácter religioso, una especie de sucedáneo escatológico que pretende marcar el fin de la historia política con una fórmula mágica totalmente impostada: el gobierno del pueblo por el pueblo. Es un fenómeno de sacralización que podemos remontar a los tiempos de la Revolución Francesa, y que a lo largo de los dos últimos siglos ha vaciado por completo el concepto de representación, convirtiendo a los partidos en oligarquías legitimadas por todo un ritual electoral.
De hecho, estas élites, que en el caso español son los partidos en torno a los cuales se articula el R78, se perpetúan en el poder y mantienen sus formas de legitimación mediante un simulacro de consenso, publicidad, mercadotecnia y control de la opinión pública, que vendrá moldeada por ingenierías específicas ya descritas en el apartado anterior. El pueblo queda reducido a una masa, que ni gobierna ni participa de ninguna manera, sino que confirma periódicamente a sus dominadores, a sus verdugos, a través del simulacro electoral. Ante cualquier eventualidad o imprevisto, siempre existe el recurso «Hay que cambiar algo, para que todo siga igual». Esto se debe a que las decisiones políticas son el resultado de una manipulación estructural (mediática y comunicativa) en la que los sentimientos y emociones sustituyen a las razones y los juicios, algo muy propio de la sociedad del espectáculo en la que nos hallamos insertos.
Y el hecho más notable, dentro de estas democracias liberales, es que los partidos políticos se constituyen como estructuras oligárquicas por definición, las cuales funcionan como máquinas de poder jerárquicas, burocráticas y autoperpetuantes, donde el liderazgo lo ejercen profesionales y la militancia se reduce a una función decorativa. Lo importante para el partido demoliberal es hacerse con cuotas de poder cada vez más amplias en el aparato estatal. No representan a los ciudadanos, si no a sí mismos y a quienes dirigen y orientan sus políticas, poderes espurios, vinculados a la alta finanza plutocrática, En última instancia, cuando su poder se consolida, absorben al Estado o son absorbidos por él, y se marcan como último objetivo la colonización de la administración, los recursos públicos y el imaginario colectivo. Esto último es, justamente, lo que está sucediendo en estos momentos con el gobierno de Pedro Sánchez, esbirro de la Agenda 2030 y la élite plutocrática global, con la conformación de redes clientelares y la colocación de representantes del PSOE en instituciones clave del régimen. Algo muy común en este tipo de regímenes, organizados en torno al bipartidismo, donde las alternancias se reducen a turnos entre élites internas, sin que haya posibilidad de ruptura ni apertura institucional.

Caricatura del siglo XIX que ilustra el pucherazo electoral, algo muy habitual en las democracias liberales.
Los partidos se constituyen entonces como máquinas de poder, donde la participación ciudadana se convierte en una pantomima, en meros simulacros de propaganda, que redundan en un proceso de despolitización progresiva de la ciudadanía. De esta manera el ciudadano de la democracia liberal ya no se percibe como agente político, sino como un consumidor de derechos o espectador de gestos, de manera que degenera en una gestión tecnocrática de intereses y en una ritualización del consenso. En todo este orden, cunde la apatía, la desmovilización y la banalización de cuestiones de orden colectivo, al tiempo que los partidos actúan como filtros y frenos del pensamiento político autónomo, reduciendo a la «voluntad popular» a opiniones moldeadas y a deseos inducidos.
Otro aspecto destacado es la crítica a la idea moderna de representación, entendida como la delegación de la soberanía popular en los representantes electos. La realidad es que los partidos y sus profesionales de la política, como sus representantes, no rinden cuentas ante el pueblo, sino ante sus partidos, sus élites o sus patrocinadores. Es una representación ficticia que se sirve de la ritualización del voto, que se convierte en la única acción política legítima, convirtiendo al Parlamento en un cuerpo sagrado del consenso, donde en realidad se legisla en nombre de intereses oligárquicos o bajo presión de lobbies u organismos transnacionales. De ahí que la democracia sea una fórmula vacía, que sirve a los intereses de una estructura de poder cerrada y autosuficiente. De hecho, la única forma legítima de representación es la que vincula orgánicamente a los representantes con la comunidad, algo desconocido en la política contemporánea.
Esta democracia moderna se ha convertido en un fetiche, cargada de una legitimidad puramente emocional, pero absolutamente vacía de contenido, aunque es sinónimo absoluto de bien, de humanidad o incluso de moralidad universal. Un arma arrojadiza en torno a la cual se puede justificar cualquier atrocidad o deriva tiránica. Además conlleva de manera implícita una prohibición de todo pensamiento político: criticar a la democracia no es una alternativa, se convierte en una especie de blasfemia y sacrilegio. El pensamiento se sustituye por el consenso moral. Por eso el democratismo o la ideología democrática se ha convertido en una forma de escatología, apareciendo como un horizonte histórico irreversible, un destino inevitable de la humanidad y determinante para hacer una lectura global de la historia, de ahí las famosas teorías de Francis Fukuyama de la democracia liberal como el «fin de la historia».
El ciudadano democrático ya no es el sujeto de la acción política y se ve limitado a ser objeto de administración, tutela, encuesta, protección y reeducación. El Estado demoliberal se dedica a hacer psicopedagogía con sus súbditos, diciéndoles lo que es aceptable pensar, decir o desear.
Si tuviéramos que remitirnos al pensamiento de Carl Schmitt, diríamos que la democracia liberal ha agotado y vaciado todo pensamiento político, en su verdadera esencia. La política más allá de la mera administración de los recursos públicos o la promoción de un sistema moral o moralizante. Bajo el término democracia se puede legitimar cualquier forma de dominación, por aberrante que ésta sea, como una coartada y un fin en sí mismo. Y tiene su reflejo en la cultura de los derechos humanos, en la tolerancia obligatoria (hacia todos los ítems ideológicos defendidos por el liberalismo), las ideologías de género instituidas como religión civil, todo dentro de una lógica pseudoteológica secular, donde la verdadera política, la que reivindican Schmitt y Freund, se desvanece, sustituida por una suerte de «valores» indiscutibles. Al destruir toda forma de antagonismo político, esta democracia moderna queda reemplazada por el imperio de la corrección política, lo cual tiene como consecuencia la infantilización y debilitamiento del cuerpo social.
¿Es posible la democracia?
En el apartado anterior hemos realizado una crítica de la democracia moderna y liberal desde la perspectiva de los neomaquiavélicos y el pensamiento jurídico de Carl Schmitt. Podemos adoptar distintos enfoques para dar continuidad al discurso crítico y en clave metapolítica o incluso indagar en un enfoque lingüístico, histórico y sociológico para «deconstruir» (palabra muy en boga en nuestros tiempos) toda la verborrea y los mitos que rodean el término.
Pero no conviene olvidar que la democracia no es un concepto moderno, ni tampoco la forma más desarrollada de Estado a lo largo de la historia de los regímenes políticos. Es una concepción lineal impuesta en la modernidad bajo unos parámetros que nada tienen que ver con lo que estas formas nos venían a decir en tiempos premodernos. De hecho, las asambleas populares las podemos rastrear desde la antigua Roma a la India védica pasando por las monarquías indoeuropeas, muchas de las cuales fueron inicialmente electivas, algo que se prolongó hasta el siglo XII, en pleno medievo, momento en el que ésta se haría hereditaria. Los parlamentos no fueron extraños tampoco durante el Antiguo Régimen, de cuyo favor y ratificación dependían las políticas de la monarquía y la estabilidad del reino. No en vano las propias monarquías se rodeaban de consejos y otros órganos consultivos y de tipo asambleario. Estas formas son rastreables en Europa durante los primeros siglos del medievo y se asentaron sobre principios diametralmente opuestos al contractualismo liberal, imperando en todas ellas, muy al contrario, una idea clara de jerarquía y sentido comunitario.

Lo más llamativo es que el significado etimológico del término, «gobierno del pueblo», que asociamos a la democracia, fue objeto de cierto recelo entre los propios autores de la Ilustración e incluso adquirió unas connotaciones negativas. Algunos filósofos ilustrados plantearon la formulación de sistemas mixtos en torno a una monarquía ilustrada y la representación popular. Por ejemplo, Montesquieu reconoció el derecho del pueblo a controlar y supervisar, pero no a gobernar. De hecho, los filósofos ilustrados, como en el caso del propio Rousseau, admiraban más a Esparta que Atenas. Y en Europa no sería hasta mediados del siglo XIX, y gracias al ensayo de Alexis de Tocqueville, La democracia en América, cuando comenzó a tomarse en cuenta su acepción etimológica. Y conviene recordar a tal respecto, que todas las democracias liberales europeas a lo largo del siglo XIX fueron censitarias, y en consecuencia excluyentes, y que el sufragio universal fue un proceso lento y progresivo que llega incluso a la década de los años 30 del siglo XX en su extensión más completa.
En cualquier caso recordemos que la democracia antigua era directa, y la ciudadanía conllevaba el ejercicio de derechos políticos plenamente operativos, frente a una democracia moderna, la liberal, que es meramente representativa y de naturaleza oligárquica a través de la acción de los partidos. Para Alain de Benoist la democracia debe ser participativa u orgánica, y no tiene nada que ver con la libertad y la igualdad, sino con la participación activa en lo común. Es parte del cuerpo social en su integridad, desde la base, y ligada a formas comunitarias, con una ciudadanía activa y comprometida conformando el tejido vital de la nación. Y esto es lo fundamental, frente a la estructuración de las democracias liberales, con la transferencia del poder de decisión desde el pueblo a una clase política profesional, que relega al pueblo a un mero consumidor de ofertas electorales y provoca una ruptura entre el concepto de ciudadanía y soberanía.
Estas ideas vienen ratificadas por las aportaciones de Carl Schmitt, para quien el parlamentarismo liberal ha eliminado la discusión pública, convirtiendo la política en acuerdos entre élites y grupos oligárquicos a puerta cerrada. Y es que para el insigne jurista alemán, la democracia auténtica no es pluralista, sino homogénea, lo cual supone que es excluyente y se basa en la identidad entre gobernantes y gobernados. Los partidos y el juego de intereses en los que concurren en su espíritu de facción rompen con esta unidad sustantiva. Y lo más importante, en la que es una de las claves del pensamiento schmittiano, la democracia y el liberalismo no son sinónimos, y frente a la neutralización del conflicto, y con éste la esencia de lo político, por parte de la democracia liberal, la democracia verdadera exige una voluntad común, una identidad compartida y una capacidad de decisión soberana. Por ese motivo la democracia moderna es una obra de desnaturalización y tergiversación liberal, una forma desustanciada de legitimación del poder, en la que el pueblo solo cuenta como cifra electoral pero no como sujeto político. Por ello Schmitt aboga por actuar frente al fetichismo de las instituciones, la sacralización del sufragio y la ilusión del pluralismo desideologizado. Hay que actuar en el núcleo de lo verdaderamente político: en la decisión, en la idea de pertenencia, el conflicto y la soberanía.
A tal respecto, y aunque no nos identificamos con su pensamiento, también es interesante hablar en este terreno de Antonio García Trevijano, fallecido hace unos pocos años, y que plantea una crítica al régimen democrático, en este caso tomando como ejemplo el R78, y que nos ofrece un interesante contrapunto para terminar este extenso artículo. En su obra, Frente a la gran mentira, nos ofrece algunas de las claves por las cuales la democracia española actual no respondería a los criterios formales y teóricos de susodicho sistema:
El primer motivo es porque no existe una representación política real, por la inexistencia de listas abiertas y de diputados representativos, sino que encontramos solo delegados partitocráticos que actúan en un parlamento en el que el pueblo no está representado, siendo parte del aparato partidista que lo controla.
La inexistencia de separación de poderes, dado que la Constitución de 1978 permite la fusión de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial al amparo del control de los partidos políticos, de tal manera que el poder ejecutivo controla todos los demás, negando la articulación de un principio democrático de facto.
Hay un «consenso» entendido como herencia del régimen anterior, encubierto bajo formas liberales. Considera que la actual monarquía es una mutación del Franquismo, no su superación.
La ideología democrática como una mentira, tras la cual se oculta un fetiche semántico que impide la crítica del régimen vigente, que ha provocado un inmovilismo paralizante, que impide la lucha activa de la sociedad civil que se conforma con la aceptación pasiva de las «libertades» otorgadas por el Estado.
La alternativa a este orden de cosas que nos ofrece García Trevijano es la articulación de un verdadero principio de representación que responda ante los electores, al margen de los partidos políticos, la elección directa del jefe de gobierno por parte del pueblo sin que este sea elegido por las cúpulas parlamentarias y, finalmente, la separación de poderes, de tal manera que cada poder del Estado debe ser autónomo, con su propia legitimidad diferenciada y dentro de un equilibrio que permita un control mutuo de las tres instancias de poder.
Comunidad Económica Europea ↩︎