El dolor, la muerte o el sufrimiento constituyen elementos poco conocidos por el hombre moderno, y especialmente por el hombre moderno occidental, nacido en un contexto socio-económico de relativa prosperidad, al menos hasta hace unos lustros, donde las comodidades materiales, la moral hedonista y la banalización de cualquier cuestión trascendente forman parte del acerbo cultural y la mentalidad de nuestros contemporáneos.
El hombre nacido bajo el amparo de la modernidad no está acostumbrado a someterse a situaciones límite, ni a las profundas reflexiones que una experiencia de esta naturaleza pudiera plantearles. Sondear en las profundidades de la existencia, preguntarse por el sentido y la razón del existir, no forman parte, ciertamente, de las cualidades del hombre actual, en la medida que la introspección y el autoconocimiento son antitéticos respecto a la vacuidad y la simplicidad que caracterizan a su existencia. Este hombre deambula perdido en la dimensión material, en la fugacidad de una vida intrascendente, en la que la posesión, la competitividad y el afán de medrar en cualquier aspecto de la vida material le hace vivir en la superficie.
Esta incapacidad para replantearse cualquier idea relacionada con un devenir más allá de las dimensiones espacio-temporales y la linealidad del tiempo, más allá del aquí y ahora, ha convertido al hombre en una sombra de sí mismo, en una mera comparsa, en un autómata atado a las pulsiones que dicta la vida material, las convenciones sociales y la realización personal desde un punto de vista material y profano.
Es por este motivo que la muerte o el sufrimiento han sido apartados de la vida moderna y del mundo actual. Ante la angustia que suscita la idea del fin, es mejor desterrarla y evitarla en la medida de lo posible. Es uno de los grandes contrastes con el mundo tradicional, en el que la vida y la muerte no presentaban una ruptura tan profunda ni comportaban dos mundos tan radicalmente opuestos, sino que se integraba en la vida de los pueblos y se le otorgaba un valor en función del cual no se trataba solamente de morir, sino de cómo se moría. La muerte comportaba un valor transfigurante en sí misma, enfrentarse a la extinción biológica y material del Ser podía conducir a estadios superiores de existencia.
Se trata del concepto de la mors triumphalis, tan recurrente en todas las tradiciones guerreras y aristocráticas de la Antigüedad, y que hemos visto reflejada en los conceptos de «la pequeña guerra santa» y «la gran guerra santa», como parte de ese enfrentamiento a la destrucción personal, y en el que a la guerra material se superpone una guerra, todavía más trascendental, espiritual de naturaleza inequívocamente interior. Tampoco podemos obviar que para crecer, para obtener mayor conocimiento de la vida, toda vía iniciática comprendía las más duras pruebas, enfrentarse al dolor, al sufrimiento o asomarse a los abismos más profundos y tenebrosos. Nada realmente duradero y de valor se podía alcanzar sin antes exponerse, sin arriesgar ni experimentar situaciones en las que la muerte también estaba presente.
El hombre moderno no conoce esos límites, no se conoce a sí mismo ni es capaz de valorar la existencia ni su papel dentro de lo cósmico. Vive a espaldas del sufrimiento y de la muerte, ha preferido levantar un muro en torno a éstos, para vivir en la ficción hedonista que el capitalismo y sus promesas de éxito y felicidad perpetua ha construido para ellos, y que no representan sino una negación de sí mismos y su Identidad misma.