Durante mucho tiempo no hemos querido tratar directamente este tema, que sin duda, y pese a su lejanía en el tiempo, siempre mantiene vigente su actualidad. Vemos como en todo debate político, y en toda circunstancia donde se viven contrastes y oposiciones el término «fascismo» o «fascista» se ha convertido en una especie de cajón de sastre para descalificar al oponente político, vaciando de significado y de sentido el propio término para convertirlo en un mero insulto arrojadizo, con el cual, en la mayor parte de las ocasiones, se pretende dar por concluido un debate u obligar al que está «en la otra trinchera» a ofrecer las excusas más ridículas y variopintas por respuesta. Se trata de una característica muy moderna, o más bien posmoderna, la de vaciar el significado de las palabras, desvincularlas de su origen real para transformarlas en algo diferente, en muchas ocasiones contrario al que le correspondía en origen. Friedrich Nietzsche ya nos advirtió de este detalle, y de la necesidad de proceder genealógicamente sobre el lenguaje, con el fin de invertir estos procesos, porque no olvidemos que el lenguaje también es Logos, y aunque éste último no se agota en él, sí es portador de sentido verdadero, el vehículo a partir del cual expresamos las realidades que componen el mundo y, por tanto, es portador del ser. Pero, como bien decía Baudrillard, en la posmodernidad, el lenguaje ha sido colonizado por el simulacro y la palabra, como hemos visto a través del citado ejemplo, ya no remite a nada real, convirtiéndose en una parodia del Logos verdadero.
Para ir concretando el tema, debemos preguntarnos por el significado que el Fascismo, como un fenómeno ideológico complejo, y desarrollado en un contexto histórico muy concreto del pasado siglo, al mismo tiempo que tratamos de conocer su lógica y sentido interno. No nos valen las interpretaciones sesgadas, que lo hacen derivar del liberal-capitalismo, como una especie de reacción burguesa frente a la crisis económica y de valores del liberalismo de entreguerras, como hacían en su momento, por ejemplo, Emilio Gentile y otros historiadores de una particular orientación ideológica. Nuestro interés se centra más en los argumentos que vienen de sus propios protagonistas, de toda aquella generación trágica de autores franceses como Drieu la Rochelle, Robert Brasillach o Ferdinand Céline entre otros muchos, o bien historiadores más serios y rigurosos como el israelí Zeev Sternhell, Ernst Nolte o Roger Griffin, por citar algunos de los que mencionaremos a lo largo del artículo.
Lo fundamental es desentrañar la raíz originaria del Fascismo, aquellos elementos que lo integran, y especialmente su relación con la modernidad, que es de donde podemos extraer los fundamentos profundos y arraigados de su pensamiento. Porque como ideología moderna, el Fascismo encierra tantas paradojas y contrastes que se nos hace imposible reducir un fenómeno de tanta trascendencia a una mera reacción a las coyunturas del mundo en el que surgieron sin indagar más allá, y en el hecho de que después de 1945, e incluso hasta nuestros días, una gran cantidad de organizaciones políticas han surgido, tanto en el ámbito político como en el cultural, reivindicando el legado ideológico de aquellos movimientos. Sus prolongaciones en el tiempo, y los arraigados prejuicios en un amplio sector académico para afrontar su estudio con el rigor y la objetividad que requiere el tema, cuando no la censura o la tendencia a las simplificaciones, nos obliga a un ejercicio de reflexión y profundización muy necesario.
¿Qué es el fascismo?
Las tesis del historiador Zeev Sternhell (1935-2020), que está considerado una de las mayores autoridades mundiales en el estudio del fascismo, nos deja claro a través de obras como El nacimiento de la ideología fascista que no podemos categorizar a éste último como un simple fenómeno político autoritario o una reacción sociológica ante la crisis del parlamentarismo liberal, lo cual lo reduciría, sin duda alguna, a una mera reacción sin un corpus doctrinal e ideológico bien organizado. Nada más lejos de la realidad, en la medida que el fascismo se presenta al amparo de una reflexión filosófica y existencial profunda y si debemos hablar de reacción en los términos correctos, podríamos decir que se trata de una reacción frente a la modernidad vigente, como una suerte de modernidad alternativa más que una negación radical de la modernidad. De ahí que tres de sus ejes ideológicos fundamentales se sitúen en torno al antiliberalismo, el antirracionalismo y el antiiluminismo.
De hecho, podríamos hablar de una rebelión contra la modernidad liberal fundada sobre la razón universalista, igualitaria y emancipadora representada por el gran arquetipo de las revoluciones liberales, la Revolución Francesa, como el complemento o concreción práctica de las ideas de la Ilustración, las ideas de Voltaire, Rousseau o Montesquieu. Frente a esta visión podemos trazar otra corriente historicista, nacionalista, voluntarista y orgánica que surge del romanticismo alemán y el pensamiento contrario a la Ilustración, que culmina en figuras como Friedrich Nietzsche, George Sorel, Oswald Spengler o Maurice Barrés. Digamos, que la corriente que hará germinar el fascismo se funda en esta visión contraria al racionalismo, que ya en los autores citados, y a lo largo del siglo XIX propone discursos contrarios a la razón ilustrada, y que promueven un culto a la acción, a la comunidad orgánica o el rechazo a los «derechos universales». Y es a partir de esta corriente que se construye un un clima moral e intelectual que permitirá la génesis del fascismo en el siglo XX.
En los análisis trazados por Sternhell, el fascismo es imposible de comprender si se reduce a un fenómeno reactivo, irracional o puramente político. No es una anomalía histórica ni un «accidente» generado por las coyunturas del mundo caótico de entreguerras ni una revuelta de las masas desesperadas. Para Sternhell, y este es uno de los principales fundamentos de su teoría, el fascismo parte de una cultura política plenamente autónoma y de una ideología moderna articulada con su lógica interna, nutrida por corrientes filosóficas, literarias y sociales que se remontan al siglo XIX y que confluyen en una línea común: el rechazo a las ideas ilustradas. Y esto supone un rechazo radical a la columna vertebral, al núcleo filosófico y antropológico de la modernidad liberal. Entiéndase con ello, un rechazo hacia el universalismo racional, hacia la centralidad del individuo o el igualitarismo abstracto. Y se trata de un humus ideológico que no se expresa en los márgenes de la sociedad, sino que impregna la cultura académica de la época, con corrientes y movimientos culturales, publicaciones de libros y revistas, con la existencia de auténticos Think tanks ideológicos.

En el régimen nacionalsocialista, como en el fascismo italiano, fueron recurrentes los actos, parafernalias y escenografías que trataban de conectar con los antiguos mitos germánicos o el pasado imperial romano.
De modo que hablamos de dos polos de la existencia, dos formas de entender la modernidad, dos modelos que entran en tensión y que terminarán chocando entre sí. El mundo que nace de la Ilustración liberal, amparado por una tradición racionalista, humanista y liberal, basada en los derechos del hombre, en la secularización y en el contractualismo político frente a otra corriente de pensamiento que arranca del romanticismo, de unas bases historicistas, organicista y particularistas que exaltan la prioridad del grupo, de la historia, de la cultura nacional o de la voluntad frente a la razón.
Paralelamente contamos con la aportación de otro historiador que nos ha parecido interesante incluir en el presente artículo, y es el alemán Ernst Nolte (1923-2016), quien parte del método filosófico-histórico y por la tradición alemana de la «historia de las ideas», al tiempo que se vió profundamente influenciado por Martin Heidegger. En coherencia con su colega israelí, Nolte también presenta al fascismo como una nueva forma de resistencia frente a los grandes procesos de secularización, racionalización y universalismo iniciados por la Revolución Francesa e intensificados y radicalizados por el bolchevismo a raíz de la revolución de octubre de 1917.
Igual que en el caso de Sternhell, Nolte cree que el fascismo cuenta con una unidad espiritual y cultural propia, y que para conocerlo en su integridad es necesario analizar sus raíces ideológicas. De hecho, la tesis fundamental del historiador alemán es que el fascismo vendría a ser una suerte de «contrarrevolución moderna», una respuesta radical y activa frente a los desafíos ideológicos planteados por las revoluciones liberales y la expresión extrema de ésta a través del comunismo soviético.
En este análisis incide especialmente en la idea del carácter paradójico del fascismo, que se mueve entre la modernidad de su forma, y de sus métodos para combatir las ideas que la caracterizan, y oponer en lo sustancial, en su contenido, ideas que son claramente antimodernas. Y nos remitimos nuevamente a las ideas igualitaristas, el cosmopolitismo e internacionalismo o el individualismo, que son combatidas por el fascismo en todas sus formas. De manera que no hablamos de un fenómeno derivado o simplemente reactivo, sino de un proyecto total, totalitario o totalizador, que aspiraba a reorganizar un modelo de civilización desde una nueva forma de trascendencia secular. Podría hablarse de una cosmovisión, de una weltanschauung que pretende operar cambios ontológicos, biológicos, nacionales y heroicos.
En un plano más concreto, Nolte señala que el Fascismo fue, especialmente, una reacción histórica y espiritual frente al bolchevismo, en el que reconoce un enemigo estructural, y que no se puede entender el ascenso de Mussolini y Hitler al poder sin comprender el miedo que generó la Revolución Rusa en las clases medias europeas, en los nacionalismos emergentes y los restos de las élites tradicionales. El comunismo representaba el «antimundo», frente al cual, desde una postura igualmente revolucionaria y en sentido opuesto, el fascismo reivindicó el valor de la comunidad, la jerarquía y la identidad.
Dentro de esta misma línea encontramos a otros autores, quizás con mayor compromiso en lo ideológico, como son aquellos que integran la Nueva Derecha Francesa, y hablamos de Alain de Benoist (1943), que también apoya la visión del fascismo como una modernidad disidente, un intento de generar una síntesis entre el pasado y el futuro, entre la tradición y la revolución. Al igual que los autores precedentes, Benoist toma como referencia las ideas, desde la genealogía de las mismas, y las corrientes culturales que lo han pertrechado hasta su advenimiento político. Desde el romanticismo alemán, el socialismo nacional, el sindicalismo revolucionario, la crítica antimoderna etc. El fascismo sería, en términos de Benoist una «síntesis dialéctica de fuerzas contradictorias» que se movería en una tercera categoría: anticapitalista sin ser marxista, revolucionaria sin ser progresista y espiritualista sin ser teocrática. Estos elementos hacen que nos movamos en un terreno más sutil, y que no se pueda hablar del fascismo como una simple fuerza conservadora, una suerte de «derecha tradicional», con la que apenas compartiría el rechazo al comunismo.
Otro elemento que apunta Alain de Benoist nos remite a la necesidad de desarrollar un sentido genealógico, crítico e intelectualmente honesto en relación al fascismo. Lo cual implica ir más allá del cerco que el liberalismo ha impuesto al análisis del fascismo desde el siglo XX, impidiendo un conocimiento real y objetivo de sus ideas y la génesis de las mismas.
La interpretación que nos ofrece otro miembro de la corriente de la Nueva Derecha, el italiano Giorgio Locchi (1923-1992), va mucho más allá tanto de su correligionario francés como de los historiadores anteriormente mencionados. Compartiendo la idea de que no se trata de un fenómeno histórico surgido a consecuencia de las coyunturas de la época, de naturaleza contingente, ni de una patología política como han dicho diversos autores vinculados a la Escuela de Frankfurt (Wilhelm Reich o Theodor Adorno entre otros), sino que deberíamos hablar de una categoría espiritual y civilizacional dentro de la historia europea occidental. Sería una tercera cosmovisión en confrontación directa con el «monoteísmo judeo-cristiano» y la filosofía del progreso con todas sus variables liberales, marxistas etc.
Para Locchi el fascismo encarna un nuevo mito histórico que no pretende volver al pasado, y que presenta una modernidad en sus concepciones y lucha fundamentales desde una perspectiva heroica y afirmativa, buscando la superación tanto del nihilismo moderno como del tradicionalismo estéril. Sería, ante todo, una respuesta a la decadencia de Occidente articulada en torno al culto al héroe, la voluntad de poder y una concepción aristocrática del hombre y de la historia. Hablamos ya de una categoría de civilización, lo cual implica, al mismo tiempo, que debemos analizarla metapolíticamente, como expresión de una voluntad que atraviesa la historia, que configura mitos fundadores y da respuestas a las necesidades profundas del alma humana y el destino europeo. Locchi participa de la idea, muy presente en Benoist, de que la modernidad representa una visión secularizada del legado «judeocristiano», frente a la cual el fascismo, categorizado como mito político, representa una alternativa, una tercera vía que no se concreta en un mero plano político-táctico, sino en el terreno ontológico y cultural, como una vía heroica frente a la vía religiosa y la racional-progresista.
En la interpretación de Locchi, el Fascismo introduce un nuevo mito que se opone a las concepciones teleológicas y lineales que representan tanto el Cristianismo como el progresismo liberal, y frente a su idea lineal y de redención concibe la historia como una lucha de voluntades, como afirmación de fuerza y destino, como una suerte de campo nietzscheano de la creación de valores en el que no existen valores preestablecidos y el hombre no busca ni salvación ni redención, sino que está llamado a fundar un orden. Y esta misma concepción antropológica determina un ser trágico y heroico, liberado en la configuración de su propio destino.

El culto a la acción, con elementos simbólicos que conjugan símbolos de gran poder visual considerados nacionales, el culto al héroe y a la acción son parte de la idea de «modernidad alternativa» que nos ofrece el armazón ideológico del fascismo.
Porque el fascismo del que nos habla Locchi define una concepción aristocrática del hombre, en la que éste obedece a un ideal superior, se inscribe en una jerarquía espiritual y estética que trasciende todo horizonte moderno y actual de la civilización, es un hombre nuevo, con otro sentido de la historia, que desborda las categorías políticas del siglo XX para apuntar hacia un horizonte metahistórico. Además el autor italiano nos ofrece otra idea que resulta, cuanto menos, sugerente, y es que el fascismo no habría sido derrotado, porque nunca fue plenamente realizado, por lo que su carácter arquetípico y auroral sigue vigente y solo requiere ser nuevamente activado.
Para finalizar el presente apartado, hablaremos de Carlo Costamagna (1880-1965), que fue uno de los juristas más importantes y cualificados del régimen mussoliniano, y cuya obra —que obviamente no es desinteresada ni objetiva, ya que por algo fue el principal valedor de las teorías corporativistas desarrolladas por el fascismo— viene a corroborar el orden de ideas que venimos exponiendo. Su importancia radica en el hecho de que en sus escritos, y especialmente en su obra Storia e dottrina del fascismo, además de trazar una crónica histórica que narra los recorridos del fascismo hasta su llegada al poder, trata de establecer las bases filosóficas, jurídicas y orgánicas del nuevo orden político nacido de la «Marcha sobre Roma». Podría decirse que representa un papel muy parecido al de Giovanni Gentile, pero dentro del ámbito del derecho. Lo fundamental de su obra es la idea de que el fascismo, en coherencia con los autores que nos preceden, no surge como «reacción desesperada», sino que presenta unos antecedentes y un proceso de maduración que es inherente a la tradición política de la nación italiana que, según el autor, se encuentra inserta en la tradición política y jurídica europea, con unas raíces profundas. Nos habla de una evolución histórica y espiritual que se presenta como un modelo alternativo de civilización, con una doctrina integral del Estado, de la sociedad y del hombre, como una nueva forma de concebir la autoridad, la libertad, el derecho y la representación en abierta confrontación con el liberalismo anglosajón y el marxismo soviético. A través del discurso que desarrolla el autor están presentes muchas de las tensiones estructurales de la modernidad política que afloraron con fuerza durante la época. Y su análisis, que termina trascendiendo la dimensión nacional, y se hace extensiva al ámbito europeo, anticipa temas que, desde ópticas diferentes, abordarán otros autores como Carl Schmitt, Eric Voegelin o Julius Evola, con quien colaboró activamente a través de la publicación Lo Stato, una revista, fundada por el propio Costamagna, especializada en temas políticos, jurídicos y económicos cuya existencia se prolongó entre 1930 y 1943.
De modo que podemos conocer el fascismo desde dentro, y establecer una serie de elementos que, más allá de los enjuiciamientos interesados, nos permite vislumbrar la naturaleza de una ideología/cosmovisión, que independientemente de las filiaciones personales, objetivamente sí representó un intento de sistematizar un conjunto de ideas críticas, tradiciones de pensamiento y vías culturales, que hundían sus raíces en el siglo XIX. De hecho, se podría hablar perfectamente de un intento de construir una «modernidad alternativa», una especie de reset que toma como punto de partida las reacciones que se producen contra las revoluciones liberales (empezando por la Francesa), que construyen un modelo antropológico y de civilización que trata de tener un efecto «correctivo» de ciertas «desviaciones», y que se concreta como fuerza política con la crisis del liberalismo de entreguerras. Y en este camino podemos identificar un itinerario que nos llevaría a través del romanticismo alemán de Fichte y Herder, el movimiento völkish, la Acción Francesa de Maurrás o el sindicalismo revolucionario de Sorel, que en alianza con el nacionalismo integral cristalizaría en movimiento político durante la Gran Guerra.
El Fascismo como actitud estética en la literatura
El fascismo generó sus propias corrientes culturales e intelectuales, entre las cuales, destacó un nutrido grupo de intelectuales franceses de un gran talento literario que, trascendieron su cometido como escritores al uso para expresar unos vínculos y connivencias profundas, tanto a nivel estético, existencial como filosófico con el fascismo como experiencia cultural. Hablamos especialmente de Robert Brasillach, Louis-Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle, Abel Bonnard, Alphonse de Châteubriant y Lucien Rebatet. Hay un elemento estético, de romanticismo político, si se quiere ver así, que asocia a estos autores a una cierta poesía del heroísmo y del sacrificio, considerando, paralelamente, al fascismo como una cosmovisión plenamente estructurada.
Dentro de este conjunto de autores se conformó una visión unitaria, donde hay una matriz estética marcada por la sensibilidad y las emociones, que nos remite a una jerarquía y a un orden mítico, al referente de la comunidad orgánica, como una alternativa real, política, existencial e incluso ontológica frente a la modernidad liberal. Y todos estos elementos se dejan traslucir en la prosa literaria de los autores, en una sensibilidad compartida, que se expresa a través de la percepción trágica del tiempo moderno. Muchos de estos autores, como Robert Brasillach o Drieu La Rochelle, nos hablan de una adhesión al fascismo como una forma de redención, como un acto de voluntad ante la decadencia imperante. Como una salida desesperada frente a una Europa que se oscurece y se consume en su propio ocaso.
De todos modos, en estos autores el fascismo adquiere una dimensión que trasciende la ideología para postularse como una estética, una promesa de reintegración simbólica, ontológica y trascendente. Frente a éste, el liberalismo representa el individualismo burgués, el economicismo y la banalización del mundo, mientras que el comunismo se percibe como una expresión extrema del nihilismo, en mayor medida que el propio liberalismo. Se trata de un fascismo idealizado, casi místico, en el que se busca una nueva restauración de lo sagrado, como en la teoría de Roger Griffin (1948) que habla de una revolución palingenésica, de una auténtica revolución espiritual destinada a «reencantar el mundo» en sus realidades más originarias.
La figura en la que quizás convergen de manera más arquetípica todos los rasgos característicos de esta visión es Pierre Drieu La Rochelle (1893-1945), que más allá de su compromiso personal en el ámbito político con el nacionalsocialismo en la Francia de Vichy, mantiene una tensión interna muy marcada entre la estética y la política, entre el nihilismo y la necesidad de encontrar un orden frente al caos imperante, lo cual le hace oscilar entre la desesperación y la búsqueda de sentido. Consciente de las falsedades de la democracia liberal y del individualismo burgués anejo a éste, el fascismo aparece a ojos de Drieu como un intento poético y radical de restaurar la unidad perdida del mundo, una forma de superar y redimir la escisión moderna mediante un nuevo mito unificador. No obstante, pese a que los influjos románticos dominaron su personalidad en gran medida, ello no le impidió mantener un lenguaje y una coherencia interna, de modo que tras la derrota de 1945 sabía que no había forma de alcanzar esa revalorización del mundo, esa conciliación entre belleza, verdad y acción.

Pierre Drieu La Rochelle (1893-1945), escritor francés de enorme talento y digno representante de esta generación de escritores «trágicos» adheridos al fascismo.
En el caso de Robert Brasillach (1909-1945) encontramos el ejemplo más trágico de toda la generación francesa de fascistas, cuya prosa brillante y estilizada se combinaba con un estilo poético sensible y de gran poder lírico. Y su adhesión al fascismo fue un acto de fe estético, una forma de lealtad vital. Su injusta condena a muerte por «delitos de opinión» (ahora disfrazados eufemísticamente bajo la etiqueta «delitos de odio») vino acompañada de una intensa campaña de protesta por parte de un amplio sector de la intelectualidad francesa, con una petición de clemencia a Charles de Gaulle que fue desestimada por éste último. Paul Valery, autor que participó activamente en la campaña de clemencia para conmutar la pena capital a Brasillach dijo:
«No se debe fusilar a un hombre por sus ideas, por muy detestables que sean. No se mata a un escritor por lo que ha escrito. La justicia puede condenar, sí, pero la literatura debe seguir siendo libre. El castigo de los hombres de palabras no debe confundirse con el de los hombres de actos.
Que Francia —cuna del espíritu— encuentre fuerza para no condenarse a sí misma matando a uno de los suyos en nombre del espíritu mismo».
Para finalizar nos referiremos, brevemente como en los dos anteriores casos, a Louis Ferdinand Céline (1894-1961), que representa una figura tan compleja como contradictoria, al que se ha llegado a calificar como profeta de la disolución moderna. Se acercó al fascismo desde una postura de aversión exacerbada al mundo moderno, a la idea de progreso, al humanismo, la democracia liberal, y lo que resulta siempre polémico, hacia el judaísmo. Y este carácter del autor está impreso a fuego en cada una de las páginas que integran su mítica novela, Viaje al fin de la noche, a través de una violencia estilística nunca vista con anterioridad en la literatura francesa. En efecto, una cosmovisión apocalíptica donde se advierte la corrupción del mundo moderno, frente al cual, en su progresivo periclitar, solo cabe la denuncia cínica.
Cabe decir, y no tiene una importancia menor, que fue un reputado médico de gentes sin recursos, ex-combatiente herido en la Gran Guerra, viajero por África, Europa, Estados Unidos y Rusia, funcionario de la Sociedad de Naciones, además de polemista, y entregado a una causa, la del fascismo, que le llevó al exilio, a la prisión y, en último término a una reinserción y rehabilitación dentro de la escena literaria francesa. Como dijo de él nuestro primer protagonista del presente apartado, Drieu, «Céline es Bloy, pero sin Dios. Todo dinamita, todo nihilismo». De algún modo, a través de la catástrofe, del fin de la cultura y la civilización europea, que el liberalismo había perpetrado en los últimos siglos, el autor francés construyó un estilo, una radiografía sangrante y colmada de rabia frente a la hipocresía sentimental de las ideologías modernas, a partir de la cual, incorporando un lenguaje coloquial, descarnado y con toda la crudeza imaginable, no pretendía salvar el mundo, sino testimoniar su inevitable naufragio hacia la destrucción final.
Conclusión
Nuestro análisis se ha centrado en las ideas, en la génesis de la doctrina y en los contrastes del fascismo con otras ideologías/cosmovisiones modernas, que sí triunfaron y están vigentes hasta nuestros días o, al menos prolongaron su existencia por un mayor espacio de tiempo. Y nuestro cometido empieza y termina en este ámbito, que es el que nos interesa y en el cual centramos el contenido de nuestras reflexiones. Hemos utilizado como fuentes a historiadores de reconocido prestigio, a autores vinculados directa o indirectamente a las ideas sobre las que se articuló el fascismo en sus reflexiones doctrinales e incluso hemos recogido otras de carácter plenamente militante. Para finalizar, y ofreciendo un complemento en el terreno de lo artístico-literario, hemos tomado como referencia el llamativo caso de una hornada de escritores franceses que, durante el conocido periodo, se vieron seducidos por las ideas fascistas, y que las integraron en su estilo y su forma de ver el mundo originando las peculiaridades ya descritas.
Es evidente que este escrito va a despertar muchas suspicacias, especialmente entre quienes no poseen capacidad de ir más allá de lo superficial y de la etiqueta fácil, quienes sólo son capaces de asimilar planteamientos sencillos y esquemáticos o prefieren permanecer obtusos e ignorantes en lugar de profundizar y conocer la raíz de los fenómenos que explican el mundo actual. Las ideologías de la modernidad, todas ellas deudoras de la dialéctica hegeliana, también tienen su lógica interna, y si el liberalismo o el marxismo la poseen, también es el caso de los fascismos. Hemos sido del todo ajenos al habitual «argumentario» psicologista o de denuncia que vienen utilizando los detractores del fascismo desde hace décadas, utilizado de manera reiterada por los propagandistas liberales, porque no aportan ninguna respuesta al «debate de las ideas», que es donde nosotros nos movemos.
No somos moralistas ni panfletarios adheridos a ningún régimen o ideología, ni mucho menos pretendemos adoctrinar a nadie, pero sí somos personas con inquietudes que quieren huir de los relatos prefabricados y las visiones construidas ad hoc con propósitos espurios o al servicio de la corrección política. Esta postura, totalmente impopular en los tiempos presentes, en los que aceptar discursos simples y maniqueos es la norma general, puede resultar una rareza, o incluso una forma de «eclecticismo» mal digerido para quienes no están acostumbrados al sano ejercicio de la lectura y el contraste de ideas.