
Nación y soberanía y otros ensayos
Denis Collin
Editorial: Letras Inquietas
Año: 2022 |
Páginas: 182
ISBN: 979-8438119715
En esta ocasión vamos a reseñar un libro del filósofo francés Denis Collin, que dadas las connotaciones ideológicas y de formación del propio autor, queda un poco al margen de aquellas corrientes que nosotros, como Hipérbola Janus, hemos trabajado a lo largo de nuestra trayectoria editorial. Por este motivo, es posible que también nos mostremos algo menos receptivos hacia ciertos aspectos colaterales del pensamiento del autor, de formación marxista aunque dentro de una línea más heterodoxa, y nos veamos en la obligación de mostrar nuestros posicionamientos ante ciertas ideas con las que no coincidimos y no estamos de acuerdo. Aquello en lo que es evidente y bastante obvio que estamos de acuerdo es en un rechazo absoluto y radical frente al Globalismo y sus consecuencias, totalmente destructivas y deshumanizadoras, y frente a las cuales no valen medias tintas.
Una vez dicho esto, y atendiendo a formalidades y la parte técnica de la obra, debemos decir que se trata de una publicación realizada bajo el sello editorial de Letras Inquietas, que acredita una notable trayectoria de publicaciones en su catálogo, de gran interés y que, como en nuestro caso, profundiza en el pensamiento disidente e inconformista con una temática ensayística de actualidad en el ámbito de la política, la historia, la filosofía o la geopolítica. Recomendamos la lectura y adquisición de sus obras.
La obra que nos ocupa es Nación y soberanía y otros ensayos, de Denis Collin, una edición preparada por el profesor y filósofo Carlos X Blanco, en una más de sus excelentes contribuciones al pensamiento disidente. El autor, que como hemos referido con anterioridad, se podría considerar un marxista heterodoxo, ha colaborado con la Nueva Derecha de Alain de Benoist, sumándose a ese elenco de autores como Diego Fusaro o incluso Domenico Losurdo, que ofrecen un discurso crítico hacia el globalismo y las tendencias disolventes anejas a éste, así como hacia la Izquierda globalista que, en nuestra opinión, desde los años de la llamada «revolución contracultural», se ha convertido en la punta de lanza de todas las ingenierías sociales y destrucciones realizadas sobre muchos aspectos sociales, económicos o espirituales de nuestra civilización.
En el prólogo de la obra, que debemos al politólogo Yesurún Moreno, se nos señalan tres bloques perfectamente diferenciados en los que se divide la obra, con una primera parte en la que destaca la defensa del Estado-nación y la dialéctica entre nación e internacionalismo de acuerdo con la coyuntura heredada de Westfalia en 1648; en una segunda parte acomete el análisis del totalitarismo tomando como hilo conductor la obra de Hannah Arendt y el ejemplo de los totalitarismos históricos del siglo XX para contrastarlo con aquel que se está forjando en el presente y atiende a unas características totalmente nuevas y diferentes a los anteriores; en la última parte del ensayo Collin cuestiona la idea de democracia plena, demostrando los orígenes oligárquicos de la democracia occidental al tiempo que defiende una vuelta al régimen parlamentario y liberal que pueda actuar como núcleo de defensa de los intereses del pueblo trabajador.
Creemos que las menciones a Karl Marx y el desarrollo de su pensamiento aportan poco o nada a la problemática actual que plantea la amenaza de una dictadura tecnocrática global, y con ello nos referimos a las constantes menciones acerca del «modo de producción capitalista» o a la «lucha de clases» en un contexto que ya no es aquel que vivió el propio Marx en la Europa del siglo XIX ni durante la pasada centuria. En nuestra modesta opinión asistimos a un escenario en el cual el sometimiento de los pueblos a las élites globales no atiende a meras razones económicas o materiales, como a otros elementos de naturaleza más perversa, los que nos remiten a la llamada «IV Revolución Industrial» a través del uso de la tecnología y la ideología transhumanista, revistiendo incluso elementos espirituales y contrainiciáticos que afectan profundamente a la condición humana y su futuro.
Respecto a la cuestión del Estado-nación, Collin nos advierte que la teórica desaparición progresiva preconizada en las últimas décadas en aras de un gobierno mundial es del todo errónea dadas las actuales coyunturas geopolíticas mundiales, con la emergencia de grandes bloques geopolíticos liderados por China y Rusia, o los enfrentamientos del gigante asiático con Estados Unidos, siendo más acertada la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Es más, incluso se apunta a una reivindicación étnica y tribal frente a la melting pot global e indiferenciada deseada por las plutocracias mundialistas.
El origen del Estado-nación, o de las naciones burguesas modernas, lo podemos situar en las teorías contractualistas de Jean Jacques Rousseau, que tratando de eliminar toda referencia a un natural proceso de maduración histórica, donde intervienen fuerzas y variables de gran complejidad, para someterlo todo a un «pacto social» en el que el pueblo «se hace soberano». Collin apunta la idea de que los teóricos del Estado moderno, como Thomas Hobbes, no terminan de resolver la cuestión del orden y la paz en el exterior de las naciones y plantea la guerra del todos contra todos. Posteriormente, con la Paz de Westfalia (1648) tenemos la gestación de un nuevo derecho internacional cosmopolita y las teorías de Inmanuel Kant acerca de la paz perpetua en base a un Estado global, el concierto de las naciones y el equilibrio de poderes, el derecho de cada nación a autogobernarse sin injerencias extranjeras o una hipotética «Sociedad de Naciones». Sin embargo, la paz eterna no es posible y la guerra sólo es legítima como medio de defensa, y es obvio que existen dificultades en la comprensión entre las naciones, forjadas cada una de ellas en una herencia histórica común, con sus cosmovisiones y lenguaje, lo cual genera una dicotomía permanente entre lo universal y lo particular. De modo que para crear una comunidad política global habría que homologar culturas, creencias, costumbres y tradiciones prescindiendo del apego a todo aquello que compone la identidad de la persona en relación a un arraigo con respecto a su familia, lengua, Patria etc. Todo de acuerdo con la antropología liberal, que propone individuos aislados de su medio, todos idénticos, reducibles a autómatas racionales de los que extraer su utilidad. Pero además de que la destrucción de ese mosaico de culturas, pueblos e identidades no pueden ser destruidos ni engullidos por la trituradora globalista, una gobernanza mundial también implica la existencia del caos y la anarquía, frente a la cual, según el autor, solamente puede servir como dique de contención la democracia dentro del marco del Estado-nación, es la única forma posible de comunidad política.
En lo que respecta a su definición de comunidad política no podemos estar en más desacuerdo con Denis Collin cuando afirma que una nación no es una comunidad política que comparta unos orígenes, lengua o religiones comunes, sino cualquier grupo humano con conciencia nacional que aspira a formar un Estado, aludiendo una vez más a la idea roussoniana de contrato social. Obviamente se refiere a la concepción liberal de nación, donde todo se reduce al derecho positivo y al imperio de la ley. Collin elabora un discurso en contra de los imperios, que considera históricamente fracasados, y pone como ejemplo las repúblicas comerciales del Norte de Italia asociados a la idea de la materialización y secularización de la idea política bajo el incipiente humanismo y racionalismo. Bajo esa nueva dimensión, totalmente desconsagrada y alejada de la universalidad que representó el Sacro Imperio romano-germánico en el Medievo, y otros imperios como el hispánico que se caracterizaron por su universalidad y la pluralidad y autonomía de las partes que lo componían desde la armonía y la unidad. La concepción violenta y centralizadora del poder la vemos, en cambio, con el Absolutismo, cuando se imponen las intrigas, el maquiavelismo político y la diplomacia frente a la «guerra santa» y la «guerra justa» que prevaleció durante el anterior ciclo histórico.
Denis Collin trata de justificar su idea de Estado-nación como afín a las concepciones marxistas entendiendo recuperar una idea original de Marx que ha sido olvidada, deliberadamente o no, por la actual extrema izquierda, y en el que ubica al pensador decimonónico como uno de los mayores defensores de las reivindicaciones nacionales, a través de una lucha de clases internacional en su contenido y nacional en su forma, en la que se debe dar una lucha contra el «modo de producción capitalista» que prevalece en el contexto global y la «lucha de clases» dentro del ámbito político, dentro de un marco político concreto regido por leyes. Es el ejemplo de la transformación de la Rusia zarista en la URSS tras la revolución de octubre de 1917, con la garantía del derecho a la autodeterminación de las partes integrantes del extinto imperio zarista en una voluntad «antiimperialista» y la constitución de un Estado federal.
Pero como bien nos señala Denis Collin, el fenómeno de la globalización no es nuevo, sino que es un proceso histórico que podemos remontar al descubrimiento de América, y que se ha visto implementado en los siglos sucesivos a través de diferentes fases en un intervalo de tiempo que va desde el siglo XVI hasta el presente, y cuya última etapa se inicia con la caída del muro de Berlín, una etapa en la que paradójicamente las naciones se han visto revalorizadas, se han incrementado los conflictos entre éstas, forjando diferentes bloques geopolíticos con el concurso de multitud de potencias regionales emergentes. Según Collin la explicación a este hecho desde su óptica marxista, responde al hecho de que el «modo de producción capitalista» precisa de los Estados para imponer la propiedad capitalista y el libre comercio. Cabría preguntarse si los últimos pasos que el globalismo está dando hacia la gobernanza mundial a través de la deuda desmesurada que induce a una segura bancarrota, o las desastrosas consecuencias del Gran Reseteo económico mundial que ya se vislumbran, cuadran mucho con el viejo capitalismo que está quedando atrás. Collin también justifica la existencia del Estado-nación y su defensa como un medio de resistencia del pueblo frente al capital, apoyado en ciertos sistemas de redistribución a nivel nacional como los sistemas de educación, salud o protección frente al crimen y los delitos. No obstante, ya vemos que existe un creciente proceso de privatización de los servicios públicos y su deterioro acelerado, por no hablar de la creciente inseguridad de las ciudades europeas occidentales en una clara conexión con la llegada masiva de poblaciones extraeuropeas inadaptables. Y es que, como bien reconoce Collin, el Estado que los liberales quieren debe tener un papel instrumental, al servicio de sus intereses, vaciado de todo contenido histórico-político, donde los pueblos no son sino individuos aislados, atomizados e intercambiables, reducidos al papel del mero consumidor. La inmigración también aparece como un recurso del capital para practicar el dumping laboral y mantener los derechos laborales del obrero nacional bajo mínimos. Del mismo modo, nuestro autor rechaza el modelo multicultural y con la experiencia de Francia tiene motivos sobrados para justificar su postura, para oponerse a las múltiples destrucciones que el globalismo trata de imponer a las naciones y que nos aboca a la barbarie más absoluta. De ahí que reivindique la soberanía de cada nación en el marco de sus propias fronteras y generar lazos de colaboración y solidaridad entre las diferentes naciones.
Como ya apuntamos anteriormente, en el segundo apartado del libro el filósofo francés pasa a analizar el fenómeno histórico del totalitarismo a través de la obra clásica de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, y trata de hacer una genealogía del concepto desde su formulación original en la Italia de Mussolini hasta el presente a través del análisis comparado de los aspectos que, según Collin, caracterizaban al nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano y el comunismo soviético. Cada uno de estos regímenes utiliza diferentes vías para establecer el control social y el terror, ya fuese a través del racismo o de la explotación de los trabajadores. Para Denis Collin, Hannah Arendt tiene razón cuando afirma que el totalitarismo no se corresponde con ninguna nación totalitaria, y que el totalitarismo nace de las ruinas del Estado y no es un producto de éste, con lo cual las posturas antiestatistas no van a evitar de ninguna de las formas la deriva totalitaria de nuestros días. Collin incide especialmente en el caso de la URSS, donde en nombre de la emancipación humana se justifica la explotación de los trabajadores y no escapan a la represión ni los propios comunistas como demuestran los Procesos de Moscú de 1936-1938.
Otros aspectos que Collin destaca de la obra de Arendt es el carácter antipolítico del régimen totalitario como delata su sustitución de la lucha política por un aparato tecnoburocrático, y que es una característica común a los regímenes liberal-capitalistas, que tomó un gran protagonismo tras la Segunda Guerra Mundial, sustituyendo al parlamentarismo precedente. La idea de fusionar gobernanza y administración ya viene de lejos y con los modernos sistemas de organización política ha derivado incluso en la fusión empresa/Estado, tal y como reflejan ejemplos como el de Silvio Berlusconi en Italia con Forza Italia en una especie de «partido corporación», un ejemplo extrapolable a otras formaciones de diferente etiquetado dentro de la partitocracia demoliberal de la Europa occidental. A estos elementos también debemos añadir la entrada en escena de una nueva clase política capitalista y transnacional que también han engendrado nuevas formaciones políticas calificadas de postdemocráticas por Collin, y tales formaciones podrían ser el Movimiento 5 estrellas en Italia o Podemos en España, éste último surgido directamente del 15-M en connivencia con los experimentos e ingenierías sociales de la Open Society, o sucedáneos del pretendido espectro político opuesto como VOX, con estrechos vínculos con el Club Rotary, de filiaciones liberal-masónicos transnacionales. También podríamos mencionar a PSOE-PP-C’S, que se encuentran insertos en las mismas dinámicas, al servicio de la misma Agenda globalista del 2030.
Las referencias a Herbert Marcuse y sus teorías freudomarxistas sobre la sociedad industrial más avanzada, tecnológica y la sociedad de consumo, con las que denuncia la nivelación, sometimiento y condicionamiento bajo un sistema opresivo de dominio, que se realiza a través del bienestar y la opulencia, bajo una apariencia libertad y democracia, podría bien preconizar esa idea que Collin destaca en el último apartado del libro sobre el «totalitarismo blando», de rostro amable que ofrece una felicidad material permanente. Por otro lado, la civilización tecnológica de Marcuse destruye la teoría revolucionaria del proletariado al elevar el nivel material de la vida del trabajador, que aspira al bienestar del burgués y termina absorbido por el sistema. Pero la pretendida «contestación» que propone Marcuse no deja de plantearse dentro de los límites de la propia civilización tecnológica de consumo, y en lugar de atacar la tecnología y aquello que la sustenta, pretende integrar a los desheredados del mundo sin proponer un modelo alternativo al que plantea el progreso tecnológico del liberal-capitalismo. Por otro lado, Marcuse construye en torno a Freud una sociología del hombre ligado a inhibiciones internas y complejos ancestrales que resulta del todo delirante. Tampoco conviene olvidar que Marcuse fue uno de los profetas del movimiento contestatario y contracultural de los años 60, en los que se operaron las mayores transformaciones sociales y de mentalidad a través de complejas ingenierías sociales de la mano de la Escuela de Frankfurt, que impulsaron el proceso de globalización bajo una apariencia de lucha pseudorrevolucionaria y «rebelión» contra «la sociedad de los padres».
Volviendo al presente y al contenido propiamente dicho del libro, Collin nos advierte de un proceso del cual estamos siendo testigos, como es el recorte sistemático y eliminación de las libertades y derechos en nombre del bien común, la vigilancia cada vez más estrecha de las personas mediante el uso de medios tecnológicos cada vez más sofisticados, por cualquier motivo. Todos hemos sido testigos de la Plandemia y sus efectos a lo largo de los algo más de dos últimos años, y de las consecuencias que conlleva la Agenda 2030, que ya propone sin disimulo la transformación del hombre en su misma condición humana a través de la ingeniería genética. Y además este globalismo exige la aceptación y sometimiento sin discusión a sus perversos planes, de forma acrítica, bajo la acusación en estos dos años de ser calificado como «negacionista» y convertirse en un paria sin ningún derecho, expulsado del Sistema.
Es cierto que el «fin de la historia» anunciado por Francis Fukuyama no respondía a la realidad de los hechos venideros, y que lejos de un mundo homologado por el cuño de un liberalismo planetario y triunfante bajo la hegemonía estadounidense-occidental vemos surgir nuevos conflictos y bloques geopolíticos. Y el problema no viene de las derivas autoritarias del poder autocrático de Putin en Rusia, ni en otros contextos geográficos, sino que esos poderes oligárquicos que se afianzaron con la democracia liberal y parlamentaria, con la democracia de masas, representan un peligro real en el interior de cada una de las naciones que forman parte del llamado Occidente. Y nos sorprende que Collin afirme que estamos amenazados por algo que «nada tiene que ver con el liberalismo», cuando hay una clara relación de continuidad entre esos grupos de poder que se han ido perfilando tras las democracias occidentales desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, y no creemos que se precisen ejemplos de la primera mitad del siglo XX para justificar las derivas del globalismo en la actualidad y todas sus características totalitarias, transhumanistas y distópicas, sino que es una transformación que se produce en el seno de esas democracias liberales y parlamentarias, las mismas en las que Collin nos dice que medraron las asociaciones obreras y se hicieron conquistas para los intereses del pueblo trabajador.
Un punto que nos parece muy acertado en el pensamiento de Denis Collin es el que hace alusión a los nuevos métodos de control social utilizados por esas élites mundialistas, mucho más sutiles, amparados en el dominio de la ciencia económica y de libre mercado, o bajo el amparo mediático e ideológico del pensamiento woke, proporcionado por las universidades estadounidenses y la izquierda globalista más desquiciada. Ahora, señala Collin, las oligarquías liberal-capitalistas devuelven al hombre al basurero de la historia al restituir su condición de ciudadano por aquella de súbdito. Nuestro autor destaca el papel de estas oligarquías en el caso estadounidense y su democracia, que es el paradigma de la misma democracia en el mundo, el ejemplo que las restantes democracias liberales occidentales toman como ejemplo y guía. La inexistencia de un movimiento obrero organizado en la primera democracia del mundo, los oscuros e imbricados mecanismos parlamentarios que mantienen petrificada la Constitución del país en 1787, defendiendo y justificando la esclavitud en su día, o los ejemplos (prácticamente todos los elegidos por el autor son republicanos) del funcionamiento anómalo del modelo electoral y representativo estadounidense son una buena muestra de la concentración del poder en unas pocas manos y del fracaso de su modelo democrático. Quizás hubiera sido interesante alguna mención de los tejemanejes en torno a la Reserva Federal o el papel de ciertos lobbies que han condicionado la configuración y devenir de la democracia en el país norteamericano.
El autor francés también termina por constatar el fracaso de la predicción de Marx y Engels acerca de que la democracia liberal y parlamentaria terminaría por hacer recaer el poder en los partidos socialistas y comunistas por la enorme desproporción del pueblo trabajador respecto a la élite burguesa, con una consecuente transición pacífica hacia el socialismo.
En lo que coincidimos plenamente con el filósofo francés es en el fin del llamado progresismo, la farsa democrática y el llamado «Estado de derecho», con toda la retórica derecho-humanista de las últimas décadas, las libertades ficticias proclamadas y el pretendido «pluralismo político», para dar paso a un férreo sistema de control social y la utilización farisea y criminal de los propios mecanismos jurídicos y legales para vivir en un estado de alarma o excepción permanente y perpetrar así todos los cambios previstos en la ya mencionada Agenda 2030, y, de hecho, ya vimos como la Plandemia proporcionó las herramientas fundamentales para obrar esa ruptura legal y de mentalidad que nos conduce a regímenes tecnocráticos y dictatoriales, de servidumbre a través de la tecnología, y el crédito social de inspiración china. Y en este contexto, el papel del progresismo y las izquierdas adheridas al capitalismo global y usurocrático han sido vitales para generar todo este proceso de liquidación de los fundamentos tradicionales y de identidad de las naciones y «progresar» hacia los abismos de la deshumanización y el transhumanismo.